Escuchando a Roberto Carlos, recordé esas tardes entintadas de sepia en el departamento de la Balbuena. “Cuando era un chiquillo”, “Amada amante”, “Tú eres mi amigo del alma”, etc. etc. eran pedazos de armonía que acariciaban mi estómago siempre hambriento y me relajaban. La maldición de las canciones ridículas que escuchamos en nuestra infancia, es que permanecen marcadas como “Hogar” en nuestro subconsciente. Cuando queremos llegar a un lugar seguro, tan sólo ponemos el reproductor para que escupa lo que escuchaban nuestros padres en los ochenta.

“Quiero tener un millón de amigos”.

La infancia, qué hermoso refugio. Es el mejor regalo que puede tener uno en la vida: La infancia. Pienso, a veces, en los niños que tuvieron o tienen una infancia cruel. Injusto, pero necesario. Los niños que sufren hoy, son los que protegerán a los niños del mañana o bien, los que provocarán las mismas injusticias. Un ciclo necesario para recordarnos el bienestar de aquellas tardes sepia y esas sonrisas involuntarias, de recuerdos variables y cada vez más lejanos. Mientras más pasa el tiempo, olvido las circunstancias y sólo recuerdo los sentimientos.

Mi rostro desfigurado por el cóncavo de la cuchara.

En algunas ocasiones, he parado todas mis actividades, incluso el cigarrillo y el café, para decidir que debería escribir literatura infantil. ¿Eso me regalaría la redención por todos los pecados cometidos? Literatura de niños. Escribir para infantes. Es lo mismo que esos breves espasmos donde quiero escribir fantasía o una historia épica de guerreros sin igual. Mi cacto negaría con la cabeza, Simón Dor se carcajearía y un lobo rojo come la carne cruda de un humanito que se metió en su camino. ¿Cómo define uno lo que desea escribir?

Por otra parte, pienso en Mafessoli y su enorme nariz. En sus dedos largos y delgados, traviesos, deseando probar la humedad de una mujer, deseando pervertir a mil mujeres, deseando escribir enfermizamente, con los humores del despertar después de una noche de perros mordiéndose los cuellos, como las serpientes del infinito. Pienso en Ernesto Medel y sus ansias de sangre, en sus necesidades por seguir matando, en sus dientes amarillentos sonriendo y sus ojos ligeramente desviados, perdidos, mirando lo que no mira, mirando la entrada al mundo de los muertos, mirando más allá de ti y de todos nosotros.

La niñez consiste en personajes.

Cada vez que deseaba salvar alguien y arreglar la maldad del mundo, pensaba en un super-héroe llamado The Mago. Inocentemente, The Mago tenía el poder de cumplir los deseos. Él podía darme un padre, por ejemplo. Él podía arreglar la devaluación del ’91. Él podía darle amor y cariño a mi hermano. Recuerdo todavía como lo dibujé, sin un rostro definido, y recuerdo a mi propio hombre sin rostro, un Rey Satán incógnito que sólo siembra desgracia y percepción en algunas de mis propias historias. Finalmente, el Rey Satán, como una anciana ciega, son pequeños comodines, dioses traviesos que desafían y rompen.

A veces, pienso que logré engañarme y enterré las locuras de la juventud, a veces me avergüenzo por ellas, pero sé que todos ellos siguen ahí, haciendo de las suyas y tomando decisiones por mi. A veces, pienso que logré ser un adulto que ya no sueña, y que puede formar parte del esquema, que ya logró encontrar su lugar en el sistema y que lo hizo muy bien. Entonces, viene uno de ellos y me susurra al oído, me dice: “No, no estás sano. Estás loco, loco, loquito”… contengo las ganas de encerrarme en el baño para que mis carcajadas no sean escuchadas.

Las carcajadas de un niño en una tarde sepia.