Una locura, y una pena, pensé en cuanto lo leí. ¿De qué me preocupo yo cuando me levanto? Tal vez, de conseguir más modelos, de que el señor director no tiene suficientes opciones, de aquella novela que sigue empolvándose, de la novela que estoy leyendo actualmente, de mi hermano y sus estudios, de aviones que se caen de un momento para otro, de temblores que pueden ser capaces de tirar mi ciudad, de subirme a un taxi y que me roben mi mochila que contiene mi diario más íntimo, de que me roben el anillo de matrimonio, de que algún drogadicto se acerque a pedirme un peso y luego me suelte un navajazo.

Recuerdo que me subí a mi taxi, y el taxista me recordó cerrar el seguro. ¿Puedes apretar el botoncito carnal? -preguntó, mientras se asomaba. Hice lo propio. Generalmente lo hago. No lo había hecho porque estábamos en movimiento. Pero, figúrense, registrar como parte del viaje cuándo y cómo lo haces, por qué lo haces, si ya lo hiciste, es una indicación de algo. La agresión existe. Está presente.

Si estuviera en una situación violenta, me he preguntado diversas veces qué es lo que haría. ¿Trataría de negociar con los agresores? Probablemente. Primero la negociación, y si viene un putazo que me tire un diente después de eso, ¿qué sigue? ¿Atenerse a sus órdenes? ¿Permitir que me domine el miedo? No, creo que no. Si algo me ha costado admitir es que tengo personalidad de mártir. Igual en ese momento, buscaría la manera de vengarme. Regresar la agresión con la agresión.

No me gustaría verme en una situación así, porque puede que pierda mi vida.