-Me gustaría hacer todo eso que platicas, como el video que me enseñaste.
Hice la mueca indiferente que suelo hacer ante esos diálogos absurdos que escupen ciertas mujeres, después de un rato de platicar conmigo. Generalmente, no saben lo que dicen y adquieren un poco de sentido común después. Se echan para atrás, como perros que huelen la carne y saben que algún carnicero se encuentra atrás, escondido, con su machete. El video al que se refería la pobre mujercita, era uno de sexo y sumisión, donde algún británico loquito amarraba a una modelo profesional, y le daba hasta por las orejas ya sea con el pene o con algún juguete sexual. El británico tenía en su arsenal de juguetes: pinzas para los pezones, esposas, collares de castigo, fuetes, paletas (para nalguear, no para descubrir el jugoso centro), mordazas de todo tipo (porque hay de las más simples a las más complejas), etcétera.
Se lo había enseñado en un video, porque hacía tiempo que había dejado mi vida como Dominante y sumiso atrás. Me sentía oxidado en esos aspectos. De vez en cuándo me gustaba platicar de ello, por qué no, con el afán de tener un par de erecciones y luego irme a dormir, como si nada hubiera pasado. Después de todo, dejarlo atrás había sido lo más difícil. Esporádicamente, llegaba una de estas chamacas y entre pláticas, contaba esa vida pasada como quien cuenta anécdotas curiosas de sus hijos, de sus mascotas (bueno, es que había tenido mascotas humanas, si saben a lo que me refiero), de como trabajan todos los días y el jefe es el mayor enemigo a vencer, de lo que leyó en el periódico, entre otras cosas.
-De verdad me gustaría hacerlo.
Miré a la chamaca una vez más. No tenía unas piernas muy largas o torneadas, lamentablemente… siempre fui un tipo de piernas. Tenía pechos grandes, como le gustan a muchos otros tipos. Apenas y sobresalía su culo de algún lugar. Tenía cabello largo y negro, una nariz muy afilada, ojitos de codependiente, boca grande. Sopesaba la idea, tan la sopesaba que ya me la imaginaba con sus esposas, su mordaza, su saliva saliendo por la comisura de los labios, su culo bien alzado… entre más pienso las cosas, más indiferente parezco. Ella miró un poco ansiosa, mientras yo recargaba el rostro en la mano y la miraba fijamente a los ojos. Si la dejaba ir, podría dormir tranquilo todas las noches, pensando que tenía una vida normal, una vida erótica normal, una rutina consistente a la moral universal de mi país. Sí, señor.
-Se dice señor.
-De verdad me gustaría hacerlo, señor.
-Te mando más tarde instrucciones a tu teléfono. Donde debes presentarte y a qué hora, cómo debes ir vestida, entre otros detalles. Si no te presentas, entonces no lo vuelvas a pedir, ¿entendiste?
-Sí.
-¿Cómo dijiste?
-Sí, señor.
Sonreí un poco.
Llegando al cuarto de hotel que siempre reservaba, puse la venda y el mensaje en su lugar: “Póntela cuando llegues”. Luego, tomé asiento y me serví un vaso de agua. Siempre llegaba una media hora antes, para darme mi tiempo en sopesar entre la enfermedad y lo natural. Crucé las piernas, miré por la ventana de un décimo piso, escuché los coches pasando con su escándalo habitual, el sol entraba debilmente a través de las grises nubes. No me gustaban las noches para esto, porque las tardes ofrecían innumerables oportunidades para someter. Aguardé pacientemente, tomando mi vaso de agua y fumándome un cigarrillo, dos cigarrillos, tres cigarrillos. Nunca llegaban a la cita. Siempre, el destino me guardaba la oportunidad de regresar a esos viejos tiempos, un tanto dolorosos, porque … si ya lo estoy narrando, ¿por qué no admitirlo? Me enamoré un par de veces. Cuando fui esclavo me enamoré, y luego me volví dominante, dejé de enamorarme. Cuarto cigarrillo, me preguntaba si el cambio de roles habría llevado a Dana…
La puerta se abrió. Abrí los ojos, y me puse el cigarrillo en los labios. ¿En verdad había llegado? Sonreí brevemente, en las instrucciones venía incluído que no debía decir ninguna palabra en cuánto entrara a la habitación y se dirigiera a la cama.
-¿Estás?
Suspiré. Grave error.
Escuché sus pasos y luego llegó a la cama. Me vio y sonrió.
-Perdóname que haya preguntado…
-Señor.
-¿Cómo? Oh, ya, perdón. Perdóname que haya preguntado, señor.
La mujercita se sentó al borde de la cama: miró la venda, y miró el mensaje. Ella se la puso.
-A partir de este momento, harás todo lo que yo te diga. ¿Entendiste?
-Sí señor.
-Muy bien.
Muy bien, muy bien, muy bien, muy bien, podía escuchar al animalillo susurrando en mi cabeza. Muy bien, extra bien, super bien, lo hace bien, va bien. Se quitó el suéter, los pantalones, y enseñó el conjunto negro de ropa interior que le pedí, incluyendo las medias. De verdad quería hacerlo. Leyó el mensaje, sonrió mordiéndose los labios… se acomodó la venda en la cabeza, se levantó y alzó los brazos como se lo pedí. Me acerqué a la cortina del cuarto de hotel y la abrí.
-Espera… nos van a ver si haces eso…
-Cállate puta.
-Sí señor -dijo ella, un tanto sorprendida. Excelente. El animalito había cambiado de bien a excelente. Un animal que iba creciendo.
Acomodé las esposas de cuero en su muñeca, y pasé por una de sus argüellas la cuerda que se ataría contra la madera que sostenía las cortinas. Jalé la cuerda, hasta que sus manos quedaron bien alzadas y su cuerpo estaba a unos centímetros de la ventana. Podía escuchar su respiración entrecortada. Estaba aterrada, como no, y lo que es peor, disfrutaba cada segundo que pasaba.
-Sí señor -repitió ella.
-No te pedí nada puta.
-No señor.
-¿Entonces, a qué dices que sí?
-A todo lo que me pidas, señor -respondió rápidamente.
-Saca el culo, separa las piernas.
-Sí señor.
-Desobedeciste una orden, ¿recuerdas cuál?
-No señor.
-Te has ganado un castigo más, por no recordarlo. ¿Segura que no lo recuerdas?
Ella se quedó en silencio pensándolo, y cuando alzó el rostro un poco, sonreí. Ya recordaba.
-Que no debía decir nada tan pronto entrara al cuarto, señor.
-Te voy a castigar tres veces, entonces, porque mentiste al decir que no lo recordabas.
Le excitaba la injusticia. Tal vez, de haberse quejado, hubiera sido benevolente y le habría quitado uno, o tal vez dos, después de todo era su primera vez. Empecé a nalguearla, y como se debe hacer en eses casos, le pedí que las contara. Si ella perdía la cuenta entonces habría de empezar de nuevo. Mientras mis manos enrojecían esas nalgas, olvidaba gradualmente mi vida erótica normal, mi pasado retorcido y enamoradizo, mi indiferencia mientras invitaba a ciertas mujeres a venir a este cuarto de hotel y su arrepentimiento por sus palabras vacías y hueca. La palma de mi mano, y sus nalguitas rojas, firmaban un compromiso con cada sonido contra la carne. Una bestia que se presumía olvidada, renacía a cada segundo.