Mientras observo la cantidad absurda de coches y escucho atentamente, como mi piel se hace vieja cada segundo de tráfico, añoro la lejanía de la ciudad y los kilómetros de lote baldío que pueden extenderse al infinito. Mi abuela venía de un pueblo. Ella, callada y adusta como era, a veces rompía su silencio para platicar de los árboles, los chapulines, los riachuelos de su lugar de origen. Platicaba de como mataba a los conejos, de cuánto costaban las tortillas y de su padre que deseaba tener un niño, en vez de una niña. -Cuando muera, me gustaría ser un perro, no… mejor perro no, un árbol, para que nadie me esté chingando.
No rompía el sueño para decirle que los perros se chingan a los árboles.
Sin embargo, prefería imaginarme ese árbol enorme, en medio de un cerro, su sombra extendiéndose al sol de medio día. Es una imagen que a veces recuerdo, mientras los microbuses tocan sus cornetitas desesperadas y los taxistas se mientan la madre los unos a los otros. En el metro cierro los ojos, y miro a esos conejos escaparse en los matorrales, mientras una niña espera a que estos se atonten unos minutos y espera dócilmente a que se apendejen, para que les pueda tronar el pescuezo. Una vida de pueblo no caería mal, pienso de vez en cuándo, mientras escucho al vecino platicar y carcajearse mientras toma, que ya está ahorrando para abrir su narcotiendita.