Para mí, el olor a sexo es lo único que evade las mentiras que nos inventamos para no acostarnos los unos con los otros. Varias veces me encontré en situaciones donde una mujer inventaba mentiras para evadir el beso, cuando el olor de su sexo me penetraba en la nariz y sabía que era el momento para tocar el vientre, navegar la mano dentro de sus pantalones y encajarle los dientes en el cuello. Entonces terminaba el diálogo, empezaba un juego sincero y verdadero, donde los dos envueltos en aquel perfume, iniciábamos un acto honesto que exigía una resolución y no más negociaciones verbales, escritas o económicas.

Sin embargo, la primera vez que me hice consciente del olor… no fue agradable.

Recuerdo que en la secundaria, una secundaria de monjas, cometí el error de traducir un cuento erótico y dárselo a uno de mis compañeros. Como todos los cuentos que tienen necesidad de ser leídos y que descubren nuevas perspectivas… fue a parar a la copiadora. La copiadora fue testigo de mi increíble amoralidad en potencia y gustosamente, como un dios inquieto, repartió esta historia de dos hermanos, un chamaco y una chamaca -reflejo de nosotros-, descubriendo sus olores, sus sabores, sus pequeñas ganas de joder como las teníamos todos nosotros gracias a las hormonas. Todos tendrían una copia más tarde durante el receso. Recuerdo que asentí como suelo asentir, en ese gesto de ya-valió-madre y que sería cuestión de tiempo antes que un profesor les quitara unas hojas, preguntara “¿Ohhh, qué leen?”

Hice apuestas personales y silenciosas acerca de quién sería el primero que tomara esas hojas. Jamás me imaginé que la profesora, mi Judas personal, sería la de mecanografía, ya que era una profesora con la que jamás tendría un contacto en toda la secundaria. Una profesora que no me conocía, ni me trataba, ni nada. Y eso que lo intenté, pero cuando me inscribí la monja me explicó-. No niño… la mecanografía es para las niñas, y el dibujo técnico para los niños. No te puedo meter ahí.

El sábado que me mandaron llamar a la oficina de la directora, la madre, intenté la estúpida excusa -claro, me creía muy listo- de que todos teníamos curiosidad. Si mal no recuerdo, la monja me respondió-. No habría estado tan mal si no fuera entre dos hermanos, ¿sabes lo que es el incesto, Agustín?

Miré sorprendido y con los ojos abiertos a la monja. No había forma de discutirlo.

Desde entonces, pasé incontables días en la dirección. A veces con mi madre, otras veces con mi abuela, solo -sobre todo solo-, tragándome mi orgullo y tratando de reorganizar todas las piezas en ese mal movimiento que hice. En todos esos días, negociaba mi no expulsión hablando de valores, de mi familia rota, de cualquier otra cosa que apelara a las personas por “las pobres necesidades”. “Pobre de mi”, “Pobre de ti”, “Pobre de todos”, “Soy un ejemplo de la pobreza social”, “Soy un ejemplo de la ruptura familiar”, “Hágame un ejemplo”. La monja terminó dándome una serie de pequeños libros acerca de la moral. Me los leí todos.

Cuando llegué a una parte donde me dijeron que la masturbación era mala y ponían de ejemplo a un niño -caricaturizado- de buen humor (que no se masturba) contra el famélico, esquelético, pobre niño (que sí se masturba)… cerré el libro, y después de una carcajada, pasaron varios años donde me preguntaba si el niño estaba decrépito porque toda su salud se escapaba en el semen expulsado y si eso no sería un atento contra sí mismo, un pecado contra sí mismo. Años más tarde, cuando leía acerca del pecado del onanista, lo seguía con interés como lo tienen los investigadores que sí hacen algo importante.

También, años más tarde, me hice agnóstico. Tal vez no me hice ateo, un verdadero ateo, por esa cuestión de la masturbación y el pecado. Los mecanismos del pecado, de los creyentes, de esa fe curiosa y tal vez, engañosa. Sin embargo, mi agnosticisimo, me da una paz muy breve para que mi espíritu se enfoque en otras cosas.

Recuerdo que la primera visita, ese sábado a las ocho de la mañana donde tenía los ojos entrecerrados por el sueño, pensaba lo mismo que pensé ya siendo adulto-. Ni modo… es hora de un cambio, que me saquen de aquí y a chingar a su madre. Nadie se muere por una expulsión en secundaria -Sin embargo, también pensaba en mi madre y mi abuela. Era un niño, pagaban una colegiatura muy modesta y no era justo, en ningún momento, que yo jugara a ser un hombrecito sin consideraciones de otros. Por eso todas las otras reuniones donde había horas de diálogo, de convencimientos, de arrepentimientos. Horas que pensaba podría aprovechar haciendo otras cosas de provecho -masturbación feliz… podría inventarla- y que me dejaran en paz. No había forma de hacerles entender que mi error se hizo grande por cuestiones de otros chiquillos curiosos y una copiadora. Tampoco había forma de explicarles que esos errores se cometen en pubertad, y son de lo más comunes, ni modo. O explicarles que vivimos en una sociedad cerrada, moralista, demasiado católica -sobre todo a una monja, a la madre- y que eso era la chispa inicial de que mi yo chamaco se hubiera pasado una tarde traduciendo un cuento para compartirlo con sus amigos y quien sabe como, de verdad, quedó en manos de toda la escuela.

La última reunión con la monja… varias semanas después, ella me mandó a llamar.

-Estoy harta de lo inmorales que son -empezó diciéndome, y después los gritos. Me callé. Nada de negociar, nada de pretender, nada. Cállate y que grite, pensé. Gritó, y gritó. Su dirección se llenó de un olor particular, un olor inevitable y que no podía alejar, no tanto como los gritos. Después de todo, cuando alguien te grita puedes registrar todo en el cerebro, después partirlo, sintentizarlo, cambiarlo de posición, y luego reírte de las estupideces que está diciendo. Pero un olor, ¿cómo te escapas de un olor? En algún momento de la discusión, abrió uno de sus cajones cerrados con llave… eso lo recuerdo bien, lo recuerdo tanto como el olor, y sacó una serie de revistas pornográficas, me las puso enfrente.

-Ve con todo lo que tengo que lidiar en esta escuela. Míralo.

Hoy no recuerdo las portadas, en otras ocasiones, recuerdo revistas de lesbianas, en otras ocasiones, recuerdo portadas de homosexuales… muy alejadas a las portadas que acostumbrábamos en la escuela, de mujeres imposibles y desnudas, y en el rostro expresiones desconocidas, añoradas, tan queridas por nosotros…

En algún momento, la monja me dijo-. Vete de aquí.

Muy a mi pesar, en ese momento la monja y yo nos descubrimos el uno al otro… Nos descubrimos, sí… pero todavía no sé que fui yo, y que era ella.