Yo sé que Mario lo duda. Se mira al espejo, se limpia el rostro con una crema, unta un poco de labial en una servilleta y se lo pasa por las mejillas. Ahora Mario tiene chapitas. Voltea ligeramente para un lado, voltea ligeramente para el otro, sonríe y tiene, un poco, de vergüenza. Toma otra servilleta y se quita el maquillaje. Ya sabes como tu padre tarda en el baño, que bueno que te bañaste primero, dicen afuera. Mario duda, pero continúa. Labial bermellón en la servilleta, repite el proceso, sonríe y esta vez, traga saliva. Le gusta. Le gusta demasiado. Ahora aplica la máscara de pestañas. Negras, bien negras, y un poco de sombra azul alrededor de sus ojos. Tarda más que yo ese hombre, dicen afuera, quien sabe que tanto hará. Tres cuartos derecho y tres cuartos izquierdo. Se toma una foto con su cámara digital. Mira la foto y se mira en el espejo, hace varias expresiones, Mario duda… sí, tal vez necesita un poco más de sombra. Aplica, acercándose mucho al espejo. Un lápiz ayuda a delinear sus cejas. ¿Cuántos años habían pasado con esas dudas en el espejo? Recordó una vieja canción y se movió a su ritmo: “Los muchachos del barrio le llamaban loca”. Tarareó. Cada vez más fuerte. Tan fuerte como el maquillaje que se había aplicado. No señor, no lo estoy… lo estuve una vez. La canción le daba valor, las sombras azules y el labial bermellón, la máscara facial que humectaba sus poros. Suspiró fuerte, abrió la puerta del baño e imaginó lo primero que le diría a su familia.

-No lo soy. Sólo me gusta maquillarme.