Cuando era niño, tuve mi primer nintendo y jugué mi primer mario bros. Varios niños, con sus controles de nintendo en las manos, ignorando de antemano una duda fundamental que seguro arrastran las nuevas generaciones “¿qué puede tener de fascinante ser un bigotón saltarín?” Mario: El fontanero que salta, aplasta monstruos, se mete a tuberías para descubrir mundos secretos, come hongos para agrandarse como Alicia y durante varios castillos le soltaron la clásica: “Lo siento Mario, pero la nena está en otro castillo”. Está en otro castillo. Tal vez esa pequeña frase detonó que pensara en el reto del juego. No dejes sola a la princesa. El niño se divide. El niño descubre que el conjunto de sus sentidos, junto con el juego, lo están llevando a otro mundo. Lo mismo que haría un libro pero en otro tono, con otras luces, otros recursos, música incluida y cables alrededor de las manos. El niño gradualmente traga que su propia habilidad es la habilidad del personaje que está controlando. Si no tiene la habilidad y la necedad para llevarlo adelante, no será victorioso. No son tan malos con el niño. El creador del mundo le da varias vidas y si mejora su habilidad, la oportunidad de obtener varias más. El niño cae en cuenta, a medida que crece, que no hay “Start” y las monedas no compran siempre las segundas oportunidades. ¿Cuántas vidas tenemos para leer un libro? Una sola, en un espacio de tiempo. El libro a veces es necio, y nos arrastra a continuar leyendo hasta las últimas consecuencias. El libro hace raíces en nuestras manos y el concierto de luces, de sonidos, de personajes, pasa en nuestra cabeza y se apropia de nuestras experiencias para darse vida propia. El juego, sin embargo, te impone un límite. SI no son vidas, es una barra de salud, y si no es una barra de salud, es un intrincado rompecabezas que debe llenarse con la mejor habilidad posible. Ambos cuentan una historia. Una historia que probablemente ya conocemos, pero uno con sus cables y los otros con raíces, estimulan la posibilidad de cambiar las cosas. Somos esclavos del estímulo.
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