El tiempo en el Distrito Federal es otro. En Cholula, quién sabe que es el tiempo. Ya es una práctica regular asomarme por la ventana, y ver a poca gente caminando, pocos coches pasando. Si salgo a caminar un poco más allá, me encontraré algunos estudiantes trabajando en sus laptops, tomando un café, riendo con algunos chistes, platicando lo que parecen naderías. Caminar un poco más significa encontrar a los cholultecas andando las calles en sus bicicletas y otros esperan sentados en la plaza del centro algo desconocido. Su tranquilidad todavía es un misterio. Tal vez no esperan nada. Si me acerco a Puebla, entonces veo módulos de gente más reunida entre sí, pero no tienen prisa, sus hombros no chocan contra otros hombros, no se empujan las bolsas, no rebasan a quien camina más lento. A veces hay tráfico, pero el tráfico es algo relativo a cada ciudad. Seis coches esperando un siga ya es tráfico. Yo, como animal que se adapta, he llegado a pensar que lo es y he olvidado, suavemente, esas horas que se me iban en un microbús en Constituyentes, a las tres de la tarde y esa hora debidamente calculada para llegar a una filmación a las seis de la tarde, porque ese es el tráfico de Constituyentes, y de Eje Central, del Eje Cinco Sur, de Viaducto. El animal chilango se acostumbra, de inmediato se adapta a esos horarios, esas presiones necesarias para vivir en la ciudad donde frenéticamente persigue o reniega de su destino. Tres horas que a primera vista se presumen desperdiciadas, pero se ocupaban en leer o en mirar a la gente, escucharla. Ninguna hora es desperdicio. Aquí, se escucha poco y sin ninguna ansiedad. En Cholula no existe el tiempo como lo conocemos. Quién sabe que es el tiempo.
Antes de regresarme, en esta ocasión, el taxista que me llevó a la terminal de autobuses me comentó que cada martes se iba a Puebla por cuestiones de familia. Platicamos durante todo el trayecto acerca de esas dos horas que toma en llegar de una ciudad a otra. Los buenos días para viajar, los malos días para hacerlo, los trucos para llegar un poco más temprano, entre otras cosas. –En mi pueblo –empezó a decirme, una vuelta y dos semáforos antes de llegar a la terminal–, la gente no quiere nada. No digo que sea un conformismo, pero no necesitan nada más. En cambio, tan pronto uno llega a la ciudad, uno quiere más y más. Te dan doscientos, y quieres quinientos, te dan quinientos y ya quieres mil pesos. En mi pueblo la gente no está ansiosa por conseguir más –me encogí de hombros. En Cholula, supongo que sucede algo similar.
Hay un par de niños por aquí que andan con sus guitarras colgadas al hombro y se reúnen a unas casas. Otro par de niños se unen y cantan, cuando los primeros tocan la guitarra. Nothing else matters, por ejemplo, porque la encontraron en internet. Cargan consigo las hojas impresas de un cibercafé que está abierto a otras dos o tres casas de aquí. No puedo evitar una sonrisa. No crean que es la sonrisa amable, de vivir en un lugar aparentemente romántico. No lo es. Es otro tipo de sonrisa. Es la sonrisa de un hombre que trabajaba en un lugar donde chamacos se presentaban con la guitarra al hombro y de casualidad habían caído en mi oficina, preguntando si yo no podría darles trabajo, ofrecerles la chamba de un comercial o llamaban por teléfono para saber si yo conocía algún agente o algún grupo donde pudiera acomodarlos. Generalmente lo negaba porque, simplemente, lo mío no se trataba de descubrir nuevos valores musicales y moverme a ese otro ámbito me habría arrastrado a recorrer un camino de favores incómodos. Favores que valen como el oro. Estos niños se reúnen a tocar guitarra y cantan Nothing else matters, sueñan brevemente con ser estrellas de rock. Años después, agregarán varias cervezas a la ocasión y contarán chistes viejos. El tiempo no pasa, pero ya tienen una esposa, un hijo, viven a unas casas de sus padres, toman un camión que tarda una hora –a lo mucho– porque su trabajo no esta tan cerca.
Camino con cuidado, evitando bicicletas cholultecas, niños con guitarras y estudiantes parlando. Miro a mis espaldas durante las caminatas del diario, sólo por un viejo reflejo de supervivencia. Voy a un café para leer y mirar gente, como lo hacía cuando me subía a un pesero y podían pasar las horas de concreto y contaminación, de sudor y risas ajenas, de montones incómodos de gente empujándose entre sí. Pienso, que mi vida, debe tener algún truco. Derecha, derecha, arriba, abajo, b, c, b, c. Estoy esperando a que el diablo de Arreola se me presente y me recuerde que hicimos un trato. Por eso viajo regularmente al Distrito Federal, para que no se me olvide la cantidad de gente y que tardaba una hora y media en llegar de mi ex-casa, a mi ex-trabajo. No quiero dudar de la posibilidad de que, en algún momento, se presentará un científico y me dará los resultados de la simulación. Un espíritu me tocará el hombro y me revelará la verdad–. Este es el purgatorio.
–No está tan mal –quisiera responderle–, es un lugar donde nadie me pide ser nada más de lo que soy. Soy lo que soy. Ya no quiero nada más.