El chamaquito extendía sus brazos y hacía como si volara de avioncito a mi alrededor. Crucé mis piernas, descansé el mentón en la palma e hice cara de indiferente, pensando que eso no sólo me ayudaría a ignorarlo, también lo ayudaría a él ignorarme. Por favor, pensé, pretendamos que no existimos. Treinta y cinco vueltas después, el niño alzó sus manitas, su mirada tenía un brillo travieso y exclamó–. ¡De pronto soy un alienígena de hule! –Entrecerré los ojos. El niño me golpeó con su cuerpo una vez, dos veces, tres veces, mientras exclamaba a todo pulmón y entre risas–. ¡Ríndete terrícola, ríndete! ¡Ríndete! –golpe de hule– ¡Ríndete! –Otro golpe más.

–De pronto soy un marino espacial –le dije al niño y le metí una bofetada. Su madre todavía no me lo perdona.