Ya saben que los cigarros subieron a 37 pesos y ya escucharon a los fumadores quejarse de esta medida anti-económica para uno de los pocos vicios legales que el hombre puede obtener en este país. No sólo eso, sino que hace poco –relativamente– nos quitaron los espacios donde podíamos fumar a gusto. Nos han quitado la costumbre de fumar en un Vips o en un Sanborns, por ahí de las diez de la noche, después de la cena y de pedir uno de sus cafés calcetinudos qué de costumbre, se aceptan como el mejor café del mercado. Agréguenle a eso que soy un hombre que cuando está en casa ajena, mejor se sale a fumar, porque dónde vivía había no fumadores, que le hacen cara a los cigarrillos. No te queda otra más que entenderlo, ni modo, ese aire está dentro de su propiedad privada y con el pasar de los años, incluso ese resquicio de anarquía se ha ido puliendo en tolerancia y aceptación a cómo es la vida, y como son las cosas.

Los fumadores pronto seremos una especie en extinción, seremos vistos como unos parias, más gente nos repudiará y apagará el cigarrillo en las calles, nos hará gestos de asco, gestos intolerantes. Los fumadores, pronto, seremos pecadores ante todas las capillas de todas las iglesias. Por esa sencilla razón no puedo dejar de fumar. Aún cuando sufro esa dicotomía clásica entre la salud y el fuego interno que significan, me inclino más por el fuego interno, el fuego que me consume y me ayuda a escupir las palabras con gusto. Primero me fumo cigarrillos baratos antes de que me quiten el gusto con sus trampas económicas y si alguna vez los eliminan por completo, me tendré que fumar el pasto y el periódico como Doña Borola. A nadie le voy a permitir que me quiebre una parte fundamental de mi persona, una que yo elegí y que sigo manteniendo.

[Insertar canción inspiradora, acerca del fumador y su vicio tan justo y necesario.]

Hay un beneficio en todo esto y es salir a fumar en silencio, mirar el cielo y a la gente, más a menudo. No es raro que al terminar la comida, salgo del restaurante y fumo en la entrada. Miro los coches, las parejas que avanzan, el cielo del color que sea, miro las luces de las calles, miro al viene viene y escucho su plática con el lava-coches. Por supuesto, también tengo una lista pequeña de restaurantes con terraza y cafés con sección especial para fumadores. Ya estoy acostumbrado a decirle a Sol María que me gustaría ir a un lugar donde pueda sentarme a fumar, cuando de verdad el espíritu me exige fumar con tranquilidad. Los cigarrillos siempre me acompañan en las caminatas diarias. Son los que me observan cuando trabajo y leo. No toda situación puede ser enteramente mala. Un poco de optimismo o leer un párrafo en algún libro de auto-ayuda, y descubrirás los puntos positivos en la vida. Por supuesto, quién sabe cuánto te dure el gusto, pero es posible.

El cigarro es un compañero de nostalgia, de melancolía, de tristeza. Está hecho para asomarse por la ventana y pensar en lo que ya no es y en lo que jamás fue. Te lleva fácilmente de la mano al pasado, porque te obliga a estar en silencio, porque te lo llevas a la boca como un recordatorio de tus épocas infantiles cuando te metías el dedo a la boca. El cigarro te recuerda a las amantes que fumaban contigo, te recuerda a las que lo despreciaban, te recuerda como se metían lo que les ponías en la boca y también te fumaban. Te recuerda a los padres, a los abuelos, con el cigarrillo encendido, leyendo el periódico. Mirabas en la tele a los hombres qué, antes de ser ejecutados, pedían un cigarrillo y pensabas… ese debe ser el deseo más sencillo del mundo, y el más gratificante. Un recuerdo de lo qué eran antes de acabar ahí, frente a todas esas balas que llevan su nombre. El cigarrillo siguiente es consecuencia de ese primer cigarrillo, ese recuerdo personal de qué elegí fumar cuando ya tenía la edad para hacerlo y fue delicioso sentir el humo, el disparo de dopamina, en el frío de las seis de la mañana antes de empezar mi primera clase universitaria. El cigarrillo me trae todas esas nalgas, esas minifaldas, de mujeres preciosas e inalcanzables qué obedecían mis órdenes mientras yo estaba detrás de cámara. También me recuerda todas esas noches de trabajo, de salir a comprar el café y romper el ritmo para hablar con el compañero de a un lado, y contarnos las cosas como si fuéramos hermanos. Recuerdo, también, mi primer cigarrillo de mi primera recaída… en algún lugar lejano, dónde hacía un frío espectacular y me dije… ¿por qué no? Hace mucho frío, uno solamente y mañana, mañana me ocuparé de nuevo en abandonarlo, sonriéndome, sabiendo que ese mañana podrían ser muchos años, tal vez nunca. Recordé ese poema de Matthew Sweeney: “¿Cómo se le ocurre que podría abandonar la carne?”