El perro sale al patio a tomar el sol y platican en silencio. No sé que platican. Después de todo, no sé que tendría un perro qué decirle al sol y mucho menos que le diría un sol a un perro. En otra habitación, la dueña del perro muerde con sus manos las sábanas. Estaba aburrida. El ocio del medio día y que ya terminó los deberes, la invitaron sutilmente a recorrer su cuerpo. Yo, si estuviera en este cuento, estaría a tres o cuatro casas, escribiéndolo mientras fumo, e imagino al perro ajeno platicando con el sol y la garra que retuerce las sábanas, las convulsiona y las convierte en un remolino. Las paredes de la dueña deben ser azules. Es que me recuerda al mar, pensará, y me recuerda cuando llevaba a mi perro a la playa. La dueña de la casa tiene marido, pero está trabajando, en algún lugar de esos donde uno trabaja mucho y pagan poco, pero con la suficiente necedad y empeño, aumentará bien su salario, aumentará bien su retiro, aumentarán bien muchas cosas. El marido esta leyendo un reporte en su computadora, en otra ventana, tiene pornografía de rusas abierta. No fue intencional. Se abrió como luego se abren muchas puertas –por casualidad–, gotitas de sudor las tiene en la cara y lo que sí es intencional, es que ya abierta la puerta de vez en cuando se asoma y mira más, mira más. Mira las rubias que desearía que fueran sus vecinas y no sabe por qué, piensa en las paredes azules de su casa, piensa en el mar azul y piensa que deberían ir pronto, como marido y mujer, para ver a las rubias caminando en poca ropa.
El sol se ríe como un perro pulgoso y aumenta la luz, luz que entra por la ventana e ilumina, y calienta, el cuerpo de la dueña. Le susurra al perro:
–Mira lo que estoy mirando, tu dueña se está tocando.
El perro, más aburrido de la vida que un personaje de novela negra, simplemente bosteza y le responde indiferente.
–Yo no puedo subir a ver, porque me acercaría a olerle y tengo la impresión que eso no es de perros.
El sol dio una palmada con sus rayos de sol, rayos de sol que se le metieron por los poros a la dueña. Más gotitas de sudor para la frente del marido ¿y las rusas? Bueno, en Rusia es de noche.
–Lo entiendo, es de ofenderse cuando los hombres quieren ser perros. Es más normal de lo qué crees, que un perro vaya a mirar a los hombres que juegan ser perros en sus piruetas de perros, y sus jadeos de perros, y el sudor de perros, en un día de perros.
El perro se llevó la pata a la cabeza, se limpió el sudor.
–Bájale dos rayitas a tu intensidad, sol.
–No puedo, porque todos los días estoy creciendo y eso es inevitable. Te voy a comer. ¿Por qué no entras a la casa dónde puedes buscar las sombras?
–Es que la vitamina D.
–Es que nada, entra, al fin y al cabo… para ti siempre estaré aquí.
El marido se acomodó los lentes y sonrió con sus dientes chuecos, porque tenía los dientes chuecos. Hasta la papada le sudaba intensamente. No lo veo mucho, porque estoy fumando y estoy atento a la computadora como él está atento a la suya. Ahora las rusas le enseñan juguetes para el cuerpo que él jamás se hubiera imaginado en su condición de asalariado. Digamos que se rompió su inocencia. El marido sonrió con sus dientes chuecos y miró la forma de los juguetes, y se le ocurrió que su esposa jamás utilizaría uno de esos, hasta lo susurró en voz baja, cuando la verdad era que el juguete lo intimidaba. Era, por mucho, más grande que su miembro. Cuando volteé a mirarlo, desde mi lugar, dos o tres casas de diferencia de su esposa y muchos kilómetros de su oficina, en el rostro tenía pintado: ¿Qué tal si mi esposa se enamora de esa verga enorme? El marido desolado miraba las caras de éxtasis de las rusas, que le hacían el amor a un juguete. Uno necesita más, le hubiera dicho, de haber podido. Le hubiera dado una palmada en la espalda y le diría–. El juguete no tiene una plática sustanciosa, no tiene un espíritu afín, no tiene muchas cosas carnalito, nada de qué preocuparte –y terminaría con una sonrisa chueca, sin dientes chuecos, como la suya, de esas que te hacen dudar (y por que él, pobre marido, ya vivía en la duda de por sí). El marido cierra la página. Los penes de silicón y los rostros de las rusas cuando jugaban con ellos, lo intimidaron. Se limpió el sudor con la manga de su camisa.
La esposa sigue tocándose, ajena al otro mundo. Está tan ocupada en sí misma, que ignora por completo que ella también es el cuento de un día azul. Su humor le da otro tono a sus paredes azules y el sol, moviéndose un poco, logra hacer que su cuerpo sea una marea de sombras. Sombra de senos, de mano que se mueve de la boca al sexo, sombra de los muslos contra las sábanas y todas las sombras de las sábanas, que la contienen adentro como el marco de un cuadro. Nace el sonido que rebota en la habitación, el azul se hace verde con el gemido, el azul se hace naranja con el jadeo, el azul se hace trizas y apresuradamente, se pinta de nuevo porque no puede perderse. En la entrada de la habitación, un perro la observa, sentado, sin moverse. Sencillamente la observa. El perro no piensa en nada, pero sus ojos reflejan los movimientos precisos de la mujer que la llevarán a otro estado. Uno de tranquilidad y reposo, pensó, justo como cuando yo tomo el sol y el sol me murmura los consejos de un diablo. Cuando ella terminó las libaciones a Onán, el perro saltó sobre la cama y se acostó a su lado.