El miedo les había hecho recorrer Santa María sin mirar a sus habitantes; sólo habían visto manos y pedazos de piernas, una humanidad sin ojos que podía ser olvidada en seguida. De modo que al regresar, cargadas y disimulando su prisa mientras cruzaban la plaza donde surgían los globos sonrosados de la luz, llevaban hacia la casa la imagen, increíble como un sueño, de un pueblo sin gente, de negocios que funcionaban sin empleados, de ómnibus vacíos y veloces que se abrían paso con las bocinas en calles desiertas. Algunos distraídos insultos que no habían salido de ninguna boca les sonaban aún en los oídos; la gorda y la rubia bajaban sin aliento por la calle oscurecida, pensando en sí mismas, acusándose sin severidad, pensando en maldiciones caídas del cielo, atribuyendo a las palabras ofensivas voces familiares, perdidas en el tiempo.
–Juntacadáveres, J.C. Onetti.
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