El viernes en la tarde o noche fumé un cigarrillo pensando–. ¿Y si este fuera el último? –Olvidé comprar cigarrillos y, honestamente, me está doliendo pagar cuarenta pesos cada día, o cada dos días, por mi marca preferida. Intenté comprar un par de marcas más baratas pero los cigarrillos se ven más pequeños y no me saben igual. Giré ese que tenía en las manos, ese camellito único e indivisible, y pensé de nuevo–. ¿Y si este fuera el último?

Recordé años de espera que vienen acompañados del humo de un cigarrillo. Años de lectura, de relectura, de silencios acompañados, de caminatas. Cada que escribía y hacía una pausa para releer, me llevaba el cigarrillo a los labios y los minutos se consumían en pensamiento y relectura. El cigarrillo… ese pequeño objeto que servía para sostener el mundo con una mano, mientras la otra acompañaba y ayudaba la lectura obsesiva de aquello que tuviera en los ojos, sea propio o ajeno.

No estoy diciendo que el gobierno me convenció a través de sus campañas soporíferas, dejé de fumar por su alza de precios al único vicio respetable que podía tener un ser humano. Si alguien me pregunta, mejor diré que se me olvidó comprarlos un día y dejé de fumar. Mientras tanto, este es el tercer día en que mis cigarrillos son de humo metafísico y se componen de recuerdos, de otra vida, de otro yo. El tercer día se diluye lentamente. Ya había leído por ahí, en muchos de mis intentos por dejar de fumar, que el tercer día es el más difícil. Es el último día de la expulsión de nicotina y mi cerebro, junto con mis terminales nerviosas, serán un manojo de ira y melancolía. El fracaso es una posibilidad. Si mi cuerpo no puede soportarlo buscaré una bachicha de mi bote de basura para terminar la tortura.

Pasado el tercer día ya todo queda en la mente.

Alguna vez dejé de fumar y lo hice gracias al ataque de brucellosis (Bang’s disease). Saliendo del hospital, en el coche de mi esposa, prendí un cigarrillo y un fuertísimo dolor abdominal me dobló en el asiento. Pudo ser que el cigarrillo haya disminuido los efectos de alguna droga, pudo ser que la punzada de dolor coincidió con la fumada, pero la asociación de fumar y dolor fue inevitable. Dejé caer el cigarrillo por la ventanilla y me dije–. Ni uno más –Esa noche dormí mal, retorciéndome de dolor y contando las horas para la siguiente inyección de antibióticos. Tres meses después, en el condado de Sayavedra, a una hora y media de la ciudad, me dieron las dos de la mañana esperando la última toma de una filmación. Una productora se acercó con una cajetilla de cigarros y me ofreció uno. Hacía frío, esa última toma salió porque el cliente era un jovencito necio y todos estábamos hartos. Me fumé ese cigarrillo alejado de toda la producción consciente de mi recaída y a la vez, disfrutándola como nunca.

Hice lo que todo hombre respetable haría tan pronto recae en un vicio: lo escondí. En el trabajo pensaban que lo había dejado para siempre y me miraban como un ejemplo a seguir. Ignoraban que salía a caminar para fumar mi cigarrito número uno, o mi cigarrito número seis. La ilusión de esconder un vicio, despiertan la astucia y la audacia del zorro. Uno cree que está fumando menos cuando en verdad está fumando mejor. Un día cayó mi cajetilla de cigarros del chaleco mientras comíamos juntos como una familia. Todos vieron, todos callaron. Una asistente los levantó y dijo–. Hey, se te cayó tu cajetilla de cigarros –Se me escapó una gran carcajada que me arrancó lágrimas, mientras los demás me señalaban y se decepcionaban, o se burlaban.

–Lo siento, pero fue en una filmación y me aburrí de esperar –les dije, mientras encogía los hombros. Eso y que había olvidado el dolor, que había superado esa asociación tan absurda. El hombre no es un animal. El hombre se convencerá de cualquier fantasía posible para regresar a sus viejos modos. Lo sabré yo mejor que nadie. Ah… sí, el ocio madre de los vicios. Había sobrevivido un matrimonio, varias semanas constantes de edición, de trabajo, de lo que fuera, pero bastaron una filmación y varias horas de espera para sentirme cómodo y aceptar un cigarrillo, de todos los que había negado ese día. Esas decisiones que parece se arrancan en varias partes, en varios factores, pero la verdad sólo dependen de uno: Fumé de nuevo porque lo extrañaba y me gustaba mi vicio.

Hoy es el tercer día sin fumar un cigarrillo. Mi vicio ya casi cuesta cuarenta pesos y es incómodo gastarse esa cantidad diario, o cada dos días, a veces cada tres, depende de cuánto estoy leyendo y cuánto estoy escribiendo. El tercer día sin fumar es el día para expulsar la nicotina. La vez anterior, cuando lo de la brucellosis, me dolía demasiado esos tres días y las medicinas me tenían durmiendo. Fueron un pequeño paraíso. En algún intento anterior recuerdo el tercer día y que al finalizar, prendí el cigarrillo en celebración a la inexorable condición humana. Este es otro tercer día de otro intento. Si los cigarrillos costaran lo mismo que cuando nos conocimos, ni siquiera lo pensaría. Un cigarrillo salía en unos cuantos centavos. Que tiempos aquellos. Lo que cuesta una cajetilla antes me compraba tres. Ahora pagamos alrededor de dos cajetillas de impuestos.

Impuestos que, por supuesto, sirven para pavimentar calles, mejorar la educación, entrenar un mejor cuerpo policiaco, pagarle mejor a nuestros servidores públicos para evitar la corrupción y con una educación de ISO 9000. Mis impuestos ayudan en la guerra contra el narcotráfico, una guerra que pronto llegará a su resolución pacífica. También mis impuestos están funcionando para integrar a los indígenas a la sociedad y para conservar vivos su cultura, sus ritos, sus dialectos y su pasado. Esas dos cajetillas que pago de impuestos, casi diario, están pagando las becas de estudiantes mexicanos en el extranjero y no vayamos tan lejos… pagan la escolaridad y ayudan a los padres de niños con pobres recursos. Dudo mucho que alguien se esté robando ese dinero y que se distribuye de manera justa, y eficaz. Me da tristeza, pero no puedo seguir ayudando a mi país con el consumo de cigarrillos. Me está saliendo muy caro.