Nico, la basset hound, me sigue a todas partes. Debe haber alguna razón científica que explique porque ella me acompaña de una habitación a otra. Eventualmente se cansa y se mueve a otra habitación. Después de unos minutos me angustio. Los libros, las páginas, la información que me dieron es que estos perros, cuando están solos, están maquinando toda clase de planes para hacer un desastre. Estos perros jamás olvidan las travesuras que planean. Estos perros pretenden que son idiotas para engañarte. No puedo más con la duda y me asomo a la habitación, la descubro mordiendo uno de sus juguetes o tirada de panza para que la caliente el sol. Suspiro, no solamente de alivio, también porque interrumpí algo. La dejo a solas, reprendiéndome por mi momento de padre psicótico, y ella, por supuesto, se levanta a seguirme. Este es uno de tantos ciclos que se repiten durante el día.
Estos últimos diez días iniciaron con un café y una queja en mi garganta. Mi garganta quiere arrancarme la piel y salir, en protesta, sin importar que me deje sangrado y moribundo, a comprar unos cigarrillos. He pensado en comprar uno o dos cigarrillos sueltos para el día, pero ya conozco el proceso: compro un par de seh-ga-rreee-tos y el día de mañana estaré comprando la cajetilla. Esta es la segunda etapa del ex-fumador: los primeros treinta días, donde la psique está hecha una fiesta y con un intenso deseo en enojarse, de romperlo todo, de manipular las cosas hasta que alguien se apiade y le ponga el cigarrillo en los labios. Han sido días difíciles para nosotros, para mí, para mis manos, para mi garganta, para los perros, para mi esposa, para mi ego, para el señor fumador que solía escribir con el humo ocultando pedazos de su pantalla, letras innecesarias y hojas en blanco que se amarillaban por la nicotina y el humo.
Uno de mis múltiples trabajos consiste en leer textos y escogerlos para una supuesta futura publicación de circulación masiva y nacional. Eso me explicaron. Me encogí de hombros y accedí, solamente porque me gusta leer. Todavía no entiendo donde aparecerán esos textos, si llevará mi nombre en algún lugar y si mi criterio sea el correcto para diez, miles o millones de personas. Lo que me gusta es que me pagan por leer, por escoger, por traducir textos viejos del inglés al español. Recuerdo los días universitarios en los leía en las bibliotecas y en los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras. Recuerdo las islas a un lado de rectoría y cómo, cual fotografía inspiradora, me sentaba bajo un árbol e iniciaba mis lecturas. Así me leí a Shakespeare, parte del Quijote, Kafka, algunos cuentos de Joyce, de Felisberto Hernández y de Augusto Roa Bastos, de Carver, algunos poemas de Phillip Larkin y D.H. Lawrence. Todos me traen la remembranza de la luz del sol y el olor del pasto, de las faldas de las chicas de arquitectura y las bicicletas de los taqueros de canasta. Recibí correos electrónicos de los abogados, con instrucciones de escoger textos de autores y traductores que hayan muerto en determinadas fechas. Gracias de las leyes de derechos de autor. Fui de compras y ahora tengo en casa veintitrés libros nuevos de autores mexicanos y latinoamericanos. Los otros autores los estoy consiguiendo en digital del proyecto gutenberg, manybooks y la universidad de Adelaide. También bajé libros clásicos, esos que nunca leí y aspiro a leer. Dos mil libros después, me doy cuenta que jamás los voy a leer todos. Tristemente, estoy evitando los versos en inglés porque no tengo la pericia, la capacidad, y la paciencia, para traducirlos.
Hace calor en Cholula. Salgo a caminar con los perros cuando hace calor para que se cansen y lleguen a casa, a beber agua como si les hubieran privado del líquido vital una eternidad. Luego duermen durante todo el día. Killer de por sí, duerme mucho. Killer duerme sobre las almohadas, bajo los muebles, detrás de mi escritorio. Duerme en todos los lugares donde pueda evitar a Nico, para que no le muerda las orejas, ni las patas. Killer, perro viejo, ya ha perdido varios dientes y pesa cinco veces menos que Nico, no puede defenderse de ella. Nico le gruñe, le ladra, lo persigue y lo invita a jugar. Cuando caminamos todos juntos, aparentemente no existe ninguna competencia, ningún juego, entonces Nico se tropieza con sus orejas, cae encima de Killer, Killer le gruñe y se hace fuerte con la histeria, Nico saca la lengua jadeando y pide perdón, porque es torpe, porque es un cachorro, porque sus orejas y sus patas tontas son lo más gordo de este mundo.
Como dejé de fumar, mi consumo de porquería ha aumentado y si ya me pensaba gordo, esta vez atravesaré las fronteras. Cada semana se me ocurre un antojo nuevo. Tengo un litro de helado de vainilla y Hershey’s como postre después de la comida. También tengo una bolsa de pequeños chocolates. He comprado dos o tres bolsas de cacahuates, de frituras, de chicharrones. Tomo dos o tres tazas de café al día, y a veces, ¿por qué no? también le pongo Hershey’s y es como si me tomara un mocca. No se angustien, ya sé que acabo de describir la vida de un pre-diabético. La verdad es que mis antojos sólo los como una vez al día, y eso si me acuerdo. Mi garganta quiere salir de mi cuerpo. Ahora quiero un chocolate.
Mi mujer una vez más salió de viaje. Me dijo que esta historia se repetiría durante seis semanas, pero que no me preocupara, que regresaría todos los fines de semana. Camino por la casa y miro todas las tareas que tendré que hacer solo. Lavar los platos, darle el desayuno a Nico, hacerme de comer, ver la televisión, leer en soledad. Por aburrimiento me asomo por la ventana y descubro como el vecino mira para acá. El vecino de enfrente a veces mira mi casa. Sé que busca. El otro sábado, mi mujer salió a lavar su camioneta, en pants y playera. El vecino de enfrente entonces salió y con la excusa de un cigarro, se subió a su coche, y miró a mi esposa lavar el auto a través de sus espejos. Me reí. Cuando lo descubro mirando, lo saludo y le pregunto cómo le va. Que el hombre haga lo que quiera, mi mujer sabrá ponerlo en su lugar si hay necesidad.
Se acumularon los trastes sucios, como era de esperarse. Pienso dedicar una parte de la tarde a lavarlos. Mi abuela lavaba los trastes en silencio, mirando correr el agua, el jabón, los platos y los vasos que pasaban por sus manos. Años después me sigo preguntando que tanto pensaba y así, yo disfruto el acto de lavar los platos, para buscar eso que ella buscaba. Para buscarla a ella, mientras ella buscaba… quién sabe que buscaba. La búsqueda en partículas de grasa, en jabón tres veces más potente y en fibras de scotch brite. La búsqueda en el sonido del agua que corre, el radio o una televisión prendida, o solamente el silencio intenso de una cocina… porque una cocina callada es algo muy triste si sus cazuelas, su tetera y su fuego no están hablando. ¿Qué buscabas en un lugar tan triste, abuela?