Una señora rapada se tomó una selfie a un lado de un letrero con la siguiente consigna: “PELIGRO, RADIACIÓN”. Un señor que pasaba por ahí se ofreció a tomarle la fotografía. Ya con una mano libre la ve de victoria le salió mejor. Qué sonrisota. Yo estaba esperando mi turno para la gammagrafía del corazón; así es, rayos gamma, los mismos que hicieron a Hulk, para hacer un mapa detallado de mi órgano palpitante (inserte risa de viejo lesbiano). En contraste, entre la espera y admirar a la señora y su recuerdito, no podía olvidar a aquella otra: en la antesala para la tomografía, una mujer de cabello largo, robusta y fuerte como un toro, se cubrió el rostro con las manos y echó a llorar. Qué cabrón, todos queríamos abrazarla o llorarle igual pero mejor nos hundimos en nuestros asientos verde burocrático. Yo que me iba a poner a abrazar extraños, nomás eso me faltaba, si ni a mi esposa la había abrazado porque todavía no sabía qué tan negra me había tocado la lotería. Aquella señora se parecía a mi mamá pero grande de carnes y de huesos. Afuera de la sala 2: “si existe la posibilidad de que se encuentre embarazada, avise por favor al técnico radiólogo”, epitafio de las guerreras.

El cáncer no ha sido un viaje amable, si hago chistes al respecto, si me burlo o mofo de la situación en general, es por la sencilla razón de que soy don vergas y la muerte desde hace meses, quizás años, me parece un dislate ocioso y metafísico. No tengo arrepentimientos y eso, lo descubro frente a frente con el tipo cansado en el espejo, reflejo de la mortalidad y la calavera, me preparó para este larguísimo viaje en el tren del mame. Me siento culpable porque no aplaudo como un imbécil para celebrar a todos los guerreros que ya escaparon, pero a veces aplaudo como tonto a los jefes y las jefas (incluyente, mi cabrón) que celebran su última radiación porque me conmueven, qué otra, soy humano y sí, también don vergas es vulnerable. La maldita verdad es que ninguna actitud, echaleganero dixit, exime al cuerpo de los dolores, del cansancio y de silenciosamente desear que sea atropellado por un chevy para dejar de pretender que uno tiene que luchar a como dé lugar por seguir viviendo.

Si algo me hizo maravillarme como un niño en todo este procedimiento, son todas las máquinas que me ayudaron (o me siguen ayudando) a buscar la verdad y posiblemente sanar al cuerpo. Desde la primera, los rayos X que hicieron la fotografía del primer corazón y el segundo tumor del mediastino hasta la última, el acelerador lineal, hijo progresivo de la bomba de cobalto, la cual dio esperanza y sueños de una nueva humanidad al mexicanísimo de Diego Rivera. Imagíneselo nomás pintando puro cosaco porque le mostraron los atisbos del futuro.

En las tomografías de contraste y los bombardeos de positrones, he tenido el pasatiempo de verme de colores y amigos míos han señalado, para mi desconcierto, la posición de los tumores y los órganos. Así supe, por ejemplo, que mi tumor ya tenía el tamaño de un hueso de mamey y era lógico que lo sintiera empujar, moverse de un lado a otro, cada que dormía de lado. Pero de resto, miro los resultados, y los miro de nuevo: el cuerpo es una colección de animales dormidos, acurrucados, que están resguardándose del frío. Don conejo, doña víbora y quizás, ojalá, don tlacuache. Aunque el otro día, por fin, pude reconocer la verguita de don vergas y sentí una emoción peculiar, pintoresca, y luego reconocí los testículos por eliminación y de ahí ya nadie pudo detenerme, le puse nombre a los filetes de mi cuerpo. Hay gente que se especializa en interpretar durante años estas imágenes e igual que críticos literarios, apreciadores de arte, se queman las pestañas para comprender las estructuras del cuerpo humano y evitarnos la molestia de abrirlo. Me he encontrado a unos chingones, pero también a otros que son francamente adivinadores y payasos (no te olvido, Pompeyo). Consejo: si le van a leer la carta del cuerpo, váyase por lo menos con uno que haya hecho carrera para leer los huesos.

Moonage Daydream. Hoy, todos los días, a las cinco de la tarde, me subo al acelerador lineal y pretendo que soy el astronauta desolado de alguna canción de David Bowie. Un brazo gira alrededor de mi cuerpo y emite radiación precisa para eliminar los tumores. Ciencia ficción blanca, minimalista, de los setenta, antes de que el cyberpunk no los echara todo a perder. Una máscara ajustada a la plancha del acelerador me impide moverme, quizás como un instrumento de tortura, o quizás como una oportunidad para soñar con viajes en el tiempo, destinos universales. The gimp on the table. Una vez, a la mitad de la radiación, casi me gana la ansiedad porque no dejaba de pensar en la realidad aplastante de todo el proceso, el largo viaje para huir del destino ya nombrado, pero me acordé de algún método batmanesco para meditar, respirar y dejarlo ir. Es importante no mover un sólo músculo mientras el acelerador está en funcionamiento o la radiación pegará en otra parte, otro órgano, uno sano y luego para qué quieres.

Al día de hoy, llevo diez sesiones de veinte y empiezo a sentir los efectos secundarios. Los de cajón: fatiga, náusea y falta de respiración. Además ya me está doliendo el cuello, me estoy quedando ronco, y tengo algo de comezón en el área; pero como lo dije alguna vez, estoy asombrado por la máquina, por su capacidad para rescatar al humano de ciertos procesos y destinos, y no guardo rencor por eso. He visto a cientos de ancianos, mujeres y niños, algunos mutilados, algunos tristes y otros sonrientes, la mayoría fastidiados ya por las esperas y los dolores, que salen de pie tras los efectos de la radiación, y así continúan sus vidas, nadie los celebra cuando se suben al metro o caminan a sus casas, nadie se los lleva en brazos para que ellos descansen, quizás algunos se obligan a aplaudir pero luego regresan a la fila de los olvidados, desmemoria para la salud colectiva, y yo no puedo ser menos: todos los días, camino media hora para mi cita y al terminar también me regreso caminando (temporada de huracanes tenía que ser; además llueve a la salida de mis sesiones y me mojo y soy el pendejo más ridículo del mundo). Nadie entenderá la verdadera fortaleza que hay detrás de todos esos pasos, esos gestos, y así está bien, prefiero olvidarlo, dejarlo atrás. Las máquinas maravillosas, dicen los dioses, somos nosotros.