Anoche, mientras leía Asimov y un libro de artículos que escribió acerca de ciencia básica, empecé a recordar durante el día todo lo que había hecho Nico, la basset hound, alrededor de la casa: orinar frente a la puerta, masticar los controles del wii, robarse mis calcetines sucios, tratar de llegar de un salto a la mesa para comerse el pan, morder frustrada los cojines y ladrarme de vez en cuando a manera de reto para ver si muy muy macho alfa. Dejé el libro. De alguna forma había logrado su cometido: Ponerme a pensar algo práctico. No podía concentrarme en la lectura con todo lo que había pasado durante el día y cuando me asomé a ver a la bestia de mis recuerdos, dormía angelicalmente mientras un cúmulo de baba se esparcía cómodamente sobre su cama. Qué pronto crecen estos animales –angelitos de la naturaleza–, pensé primero y luego corregí mi línea de pensamiento a lo que de verdad importa–. Necesito cansarla o destruirá la casa.
Así que abandoné las aspiraciones de lectura, ajusté el despertador a las siete y media y me imaginé el día de mañana, caminando junto a la perra por todo Cholula, viviendo esa romántica complicidad del amo y su perro desde bien temprano. Uno, quién sabe de dónde, se imagina a un vagabundo y su Border Collie, recorriendo las calles adoquinadas y deteniéndose a comer una hogaza de pan en cada farol mientras unas alemanas de mejillas sonrojadas cantan una canción campirana. Esa imagen ha logrado diluirse con todas las veces que he tenido que meter la mano al hocico de Nico para sacar los resultados de su eterna voracidad: restos de alguna comida, hojas de alguna flor, cadáveres de insectos grandes y por supuesto, pequeños cuadritos de mierda. Mis manos ya tienen más experiencia de vida que todo mi cuerpo y la curiosidad infantil, traspasada al hocico de un perro, es de las experiencias más grotescas y menos deseables que uno puede desear, vivir, experimentar, imaginarse siquiera.
Nos levantamos hasta las ocho de la mañana. Primera vez que agarré a la perra dormida. Me levanté antes de que tratara de subirse a la cama y además, antes de que golpeara con su nariz mi rostro en su afán torpe y natural. Estos últimos días así me despierta, como reloj, un poco antes de las nueve de la mañana. Cuando el reloj se descompone, que será una vez cada tres o cuatro días, y no me despierta, entonces abro los ojos y la busco con la mirada: Así la descubro masticando alguno de mis calcetines, luego nuestros ojos se encuentran, deja el calcetín y como una jabalina se abalanza sobre mí. Su nariz golpea mi rostro, su lengua me alcanza a empapar la cara y la rutina de la vida alcanza su normalidad.
Decidí probar algo nuevo. Llevé premios para caminar junto a ella y dárselos, cuando no se metía nada a la boca. También llevé estos premios para que se concentrara en caminar a mi lado. Ahora que está creciendo, cuesta más trabajo jalar su correa cuando algún olor la distrae. Las primeras veces me preguntaba por qué costaba trabajo caminar con ella y luego, entendí una verdad muy simple y que parece había obviado: mi perro era un sabueso y su nariz siempre intentaría guiar nuestros pasos. Lo de los premios funcionó muy bien un par de veces, pero en otras ocasiones, fue inevitable que se tragara algo o que su nariz quisiera llevarnos por caminos sospechosos, oscuros e imposibles. Al final, no me puedo quejar… este ha sido uno de los mejores días que han tenido mis manos como exploradoras y guardianas de la boca del perro.
Su hambre tiene algunos beneficios: como todo lo desea, todo se convierte en un premio para ella. Puedo darle, sin ninguna dificultad, pedazos de zanahoria o hielos a la orden de siéntate y ella obedece, porque su estómago la controla, no puede evitarlo. En cuestión de premio y entrenamiento, esta podría ser la perra más barata del mundo. A cambio, su necedad es tan intensa como su obediencia por un cubo de hielo. Unas por otras, que ni qué, shabalada-ding-dong.
Casi al terminar nuestra caminata, nos encontramos un par de corredoras. Una de ellas nos vio y se acercó a nosotros. –Es un basset, ¿verdad? ¿Es hembra o machita? –me preguntó. Me sonreí por lo de machita–. Es hembra, le respondí.
–Es que yo tengo un basset y quiero cruzarlo. ¿Tiene pedigrí?
–Uh no, no tiene papeles.
–Está muy bonita.
–Sí, están muy bien todos sus rasgos de basset… pero esta es muy chiquita, apenas es un cachorro de cinco meses. Todavía no.
–¿Te dejo mi teléfono para cuándo puedas?
Después de darme sus datos, la corredora se apresuró a alcanzar a la otra y me imaginé, de pronto, lo divertido que sería tener ocho de estos animales necios, apestosos, arrugados, grasosos, tramposos y ladrones. Me los imaginé mordiéndose las orejas y persiguiéndose los unos a los otros. Me los imaginé aullando juntos, a la luz de la luna, en un concierto tristón y patético. A Nico ya la estoy entrenando para qué, a la voz de “¡Ataque psíquico de tristeza!”, se dedique a mirar con sus ojos deprimidos al objetivo y es más efectivo que pedirle a un Pastor Alemán qué, vulgarmente, ataque. Ahora imagínense a once rostros arrugados de mirada triste enfocando toda esa energía a un sólo objetivo. El mundo podría pertenecernos.
Luego me la imaginé, a la pobre, a merced de un macho de su raza. Me imaginé este macho tratando de montarla y el movimiento de sus arrugas, el escándalo de sus gemidos por la urgencia de la naturaleza, y luego me dolió imaginármelo. Me eché una fuerte carcajada. No sólo era un poco triste, un poco cómico, imaginármelo, si no qué, pensaba en mi perra como a una hija y que, como a la niña de los ojos, sería imposible cederla a cualquiera. Los celos del padre nos costaron la dominación mundial, Nico, susurré. Ella volteó a mirarme, luego encontró un pedazo de caca, y se lo metió a la boca.