Lo he practicado durante años: garabatear algo en el cuaderno que estoy usando para escribir, o para estudiar, o el cuaderno nuevo que me regalaron del cual solo aprovecharé una hoja, o el cuaderno nuevo que compré para tener las cuentas y terminé usándolo para escribir cuentos, o crónicas de la vida diaria (bueno, mi querido diario), o que terminé usando para tomar anotaciones de algún juego que estuviera jugando, sí, esos juegos largos y complicados que necesitan anotaciones, y cuentas aritméticas básicas, como los puntos de fuerza que adquirirá mi personaje cuando suba al siguiente nivel o cuantos pasos ha caminado un pokémon antes de declararse amistoso, mi amigo, ese que siempre estuve esperando. Como decía: Algo me posee y empieza con una ligera curva. Hago una línea y cuando me doy cuenta, ya dibujé un rostro. Si la línea empezó tosca, dibujo a un hombrecito. Si la línea es más suave, intentaré dibujar a una mujer. De chamaquito jarioso me gustaba dibujar mujeres.
En aquel entonces, dibujaba las mujeres que me hubiera gustado coger pero estaban muy lejos de cualquier posibilidad amorosa, erótica, sensorial… cachonda, vamos. Mujeres de humo, que se materializaban de ilustraciones, películas, anuncios televisivos y/o impresos, telenovelas. Incluso Yayita, la de Condorito, ofrecía maravillosas posibilidades eróticas en la mente febril de la pubertad. Dibujaba mujeres de muslos grandes, de tetas medianas pero firmes, de cabello largo y oscuro. Las dibujaba en posiciones casuales, aprendiendo de los pinups que veía ocasionalmente: leyendo en la cama, sentadas esperando el tren (en pantis, minifalda, top o medias, cómo no), dando la espalda al mirón del dibujante o escuchando divertidas, tratando de robarse las miradas del profesor de religión. Todavía me acuerdo cuando el profesor pasó a mi banca y me descubrió dibujando mujeres, cuando en realidad debíamos discutir la responsabilidad católica con los más necesitados en esas regiones de tan difícil acceso. El profesor se río y me dijo–. Chamaco, deja de dibujar eso. En la noche a veces le entregaba mi cuaderno de dibujos a mi mamá y ella lo revisaba (tan aficionada y seria a la pintura, a la proporción. Sí, fueron tantos años los que practicó y practicó), me tachaba las líneas mal hechas, las cabezas demasiado grandes, las piernas que parecían de un caballo. No me regañaba por pintar mujeres desnudas, ni por pintarlas en posiciones explícitas, me regañaba por mi torpeza, por mi falta de paciencia, por mis líneas rudas, groseras. Entonces regresaba a mi habitación y empezaba de nuevo.
Luego crecí y olvidé dibujarlas. Lo que pasa es que ya podía tocarlas. Todavía con esa curiosidad infantil recorría con apenas la punta de los dedos, como quien tiene un lápiz de punto grueso y apenas, apenas, debe marcar tantito porque si no todo se mancha de grafito y no hay goma que regrese una hoja a su estado original, un estado claro, un estado terrorífico como el de la hoja en blanco de todas las posibilidades, todos los mundos y todas las palabras… así tocaba a las mujeres en esa casualidad del ofrecimiento mutuo. Que vamos a tocar un poco el rostro, alrededor de los ojos, que vamos a tocar las líneas de las manos, justo debajo de los senos y el arco que hace la espalda. Que vamos a tocar las sombras del rostro cuando tienen la boca ocupada y las sombras de los muslos que, con lentitud pero a la seguridad de una mano firme, se van separando. Que vamos a tocar la lengua, y jalonear la punta, como se le haría a un perro para que deje de ladrar, de morder lo que no es suyo. Cada encuentro era un aprendizaje para el bocetista aficionado a las mujeres de cualquier cuaderno, a las mujeres que se quería coger y ya se estaba cogiendo. En las épocas de abundancia para los recuerdos de la piel, dibujaba a las mujeres con las que había follado. Dibujaba sus rostros en situaciones inverosímiles como el aroma del café a medio día o la expresión que harían con la anécdota del tipo que las acosó en el camión ese día. Les dibujaba el cuerpo recién vestido, les dibujaba una silueta que miraba ajena y despreocupada el mundo por la ventana o simplemente les dibujaba la nariz, con la resignación e inevitabilidad del deseo apaciguado.
Entonces me dediqué a dibujar a las mujeres de las que me había enamorado unos minutos. Las dibujaba para volverlas a ver y pensar qué, después de todo, esa noche, esa semana, ese mes, no había sido tan malo. La expresión no siempre correspondía, porque era muy malo para las expresiones: Me miraban furibundas, me miraban apocadas, me miraban agrestes, me miraban con curiosidad, me miraban reprochando, me miraban y me miraban, siempre me miraban, nunca miraban a otro lado. Seguían mis manos mientras bocetaba, mientras apretaba el puño en el lápiz antes de hacer la línea más suave de todas, que sería la curva de ese flequillo que les tapaba el rostro. A fuerza del recuerdo, también las dibujé con mi sexo en las manos o en la boca y luego suspiraba cansado, dolido, pensando que había manchado la bondad de los recuerdos con lo que en verdad había sucedido. Dejaba el lápiz, una vez o dos veces, dejaba el lápiz varios meses, dejaba que pasara el tiempo hasta que el lápiz y la hoja se llenaran de polvo, que el dibujo de su rostro adquiriera una expresión distinta y yo pudiera, pues, no sólo dibujar a la mujer, sino el recuerdo de esa mujer, para suplir un antojo personalísimo de enamorarme. No un amor atormentado, no un amor que durara años, no el amor que según las historias estamos esperando como las princesas a su príncipe y los sapos a la idiota que irá a besarlos o el amor que será la redención de nuestros pecados y que serán esas marcas metafísicas en nuestras muñecas, como si cada uno de nosotros pudiera ser un Cristo… sino simplemente amor por otro, amor por un recuerdo, como el amor que se tiene cuando hueles una taza de café y regresas a una sala donde tus padres lo beben, leen el periódico, miran la televisión, platican un poco y en un impulso discreto, se toman de la mano.