Treinta libros es un ejercicio de 30 días para recomendar libros que has leído. Uno a la vez.
Me cuesta trabajo lo que es definir un “placer culposo” cuando, en mi carrera, algunos profesores nos prohibían leer a Lovecraft y Poe. Nunca entendí la razón por la que nos prohibían leer a estos autores (y los cuales, honestamente, he leído algunos cuentos o antologías cuando era muy joven). Tal vez es por el peligro de quedarse ahí.
Más tarde lees con una mano en los labios como Onetti o Borges consumían su tiempo libre como lectores con novelas policiacas. Grandes escritores, artísticos, críticos saben que un placer culposo es lo que gusta a las masas. Libros escritos con tanta ligereza que cualquiera puede leerlos. Aquí cabe la referencia a Stephen King –parafraseando–: Yo lo que vendo es salami. Es honesto. Vende millones de libros y sus libros apenas abren las puertas de un mundo imaginativo que, con práctica, podría ser mucho más rico.
Pero viene la pregunta: ¿Eso es lo que quiere un lector? ¿Un mundo imaginativo rico? Los libros de King son una fórmula. En “Bag Of Bones”, King parece (y estoy sobreinterpretando el texto, ojo) reconocer y satirizar esto cuando los editores del personaje principal lo joden para que entregue una novela y él saca de su cajón una de diez novelas que ya tiene escritas, y que guarda para esos casos donde tiene que hacer la entrega anual pero prefiere ocupar su tiempo en otras cosas.
Supongo que como ya estoy hablando de King puedo aceptar que él es mi placer culposo.
He leído dos o tres libros de sus cuentos, al menos cinco de sus novelas, dos adicionales que forman los Bachman Books. King es el siguiente paso a lo que hicieron Poe y Lovecraft que es convertir el horror en una inspiración masiva a miles, millones, de personas… Ah, pero además, King se hizo millonario con ello.
Mi placer culposo es que he leído tres veces la versión sin censura y sin edición, de The Stand. Era un libro de bolsillo como de 1200 páginas. Cada vez que lo leí me habré tardado unas dos o tres semanas. La primera vez lo hice como a los doce años, la segunda a los catorce y la tercera a los dieciseis o diecisiete. Es uno de los salamis más deliciosos que he probado y de las mejores historias apocalípticas de todo los tiempos (mi segunda preferida es el Canto del Cisne de Robert McCammon qué juraría fue escrita por Stephen King como una alternativa a The Stand). Todo ese tiempo que ocupé leyendo esta novela pude usarlo para cosas más provechosas y además… tuve el descaro de releerla.
Desde que leí “The Stand” he tenido la imagen de Randall Flagg como la maldad personificada y cada vez que leía una novela de King, buscaba su presencia. Randall Flagg es el hombre que camina, el hombre que sonríe, el hombre de los gorriones. También leía las novelas de Castle Rock con gran interés buscando las menciones a otros personajes. Todavía recuerdo la sonrisa de Harold, al Traschan Man, a la vieja negra y bondadosa.
Tanto como lector, como escritor, King puede enseñar muchas cosas con todo y que es un placer culposo. Al menos lo era para un estudiante de literatura que tenía que analizar a William Blake, a Dylan Thomas, a D.H. Lawrence, a Robert Browning, a Coleridge y cuántos nombres más pueda recordar y soltar. No digo Shakespeare porque Shakespeare también es salami (todo mundo puede entender a Shakespeare y Shakespeare era el genio porque podía, pues, en un sandwich poner todas las capas del sentimiento humano y salir airoso, triunfal, grande pues), pero la gracia de ese salami es que conforme se hace más viejo se hace más poderoso.