- La mudanza es un blues espiritual. En casa cada mudanza significaba que el señor que nos rentaba el departamento ya pensaba convertirlo en otra cosa, que al casero no le importaba la humedad del departamento, que a la dueña de la casa no le importara que el agua no corriera o de las últimas: hora de buscar algo propio y que no estuviéramos a la merced de un casero. Sonaba el requinto. Pobres muchachos sin hogar, ¿cuándo conseguirán su casa?
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Después mis mudanzas dependieron de esos pequeños hilos invisibles que tienen las familias. Hay cariños pero hay rencores. Los hermanos que sí aportaron dinero, los hermanos que aportan -aparentemente- su presencia, los hermanos que rompieron los juguetes de los hermanos y los hermanos que jodieron las citas de las hermanas, los abuelos que exigen a los padres una retribución por el sacrificio de traerlos al mundo y los padres que exigen a los hijos ciertas tareas para que justifiquen su lugar en casa. Estos hilos con el tiempo se harían más tensos y la familia habría de separarse en varios núcleos. Unos que no rentan pero que no tienen la capacidad ya de vivir separados y su casa parece un templo incompleto a lo que fue. Los que rentan pero les cuesta trabajo hacerse de su propio espacio porque ese dinero hace más lento la búsqueda de los muebles, de la decoración o de un nuevo comienzo.
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Me iría a vivir solo para solucionar (o huir) de pequeñas desgracias. Recuerdo la cara de mi entonces novia (y eventualmente esposa): horror absoluto al ver un armario montable, los libros arrumbados sobre libros, una cama sin box spring, un cuarto sin cortinas y entonces escuché a una negra de voz triste. Mi esposa me diría que no entendía porque tenía que vivir en un lugar así teniendo a mi familia. Era imposible explicarle los hilos invisibles y la sanción de los caseros, así como las… tal vez, nueve mudanzas que llevaba a la fecha. Mi esposa siempre vivió en un lugar y aún hoy, cuando vamos de visita con su familia, tenemos reservado el cuarto que fue suyo.
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La primera noche que dormí solo escuché ruidos en toda la casa porque la oficina de edición era mi cuarto de esparcimiento, la cocina de la oficina era mi cocina y el cuarto sin cortinas era el lugar donde dormía. Escuché ruidos en toda la casa (una casa muy grande para un hombre solitario) y para no abandonarme al sonido de los violines y susurrar pobrecito de mí todo el camino, mejor escribí. Obviamente lo que escribí esa noche sólo atinaba a decir: “pobrecito de mí.”
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Noches después, la casera que vivía en otra de las secciones de la casa, una señora de sesenta y tantos años, como a la una de la mañana, se asomaría en bata y tubos en la cabeza. Ella me diría: Cuando quieras pasar a esta parte de la casa hijo, de veras, no hay ningún problema… si quieres un tecito o si quieres algo más. Le di las gracias y después escribí toda la noche: pobre, pobre de mí.
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Viví solo en uno de los cuartos de la oficina donde trabajaba un par de meses hasta que me entregaron un compañero de cuarto. El hombre era un venezolano y los coñazos, las vergaciones y los mamahuevos flotaban por todo el ambiente cada vez que prendíamos un televisor, conectábamos un DVD y veíamos a Jack Bauer salvar el mundo. Johnny cocinaba pasta. Cuando no quería cocina me convencía para ir a cenar pizza y tomar algunas cervezas, o proponía que fuéramos al cine. Mi presupuesto era tan limitado que después sufría toda la semana comiendo huevo con pan y desayunando licuados de plátano con leche. Lo más barato y lo más llenador.
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Eventualmente la gente de la oficina se convertiría en una familia de un tipo y me encontraría con la noticia de que los hilos todavía estaban más tensos. No había descanso porque al bajar estaba de nuevo trabajando y conviviendo. Al subir a dormir era iniciar el día con ellos otra vez. Navegaba en los humores de una sangre distinta a la mía, pero como si fuera mi sangre.
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Cuando mi hermano regresó de Colima y dijo que viviría con unos tíos, entonces renuncié (a un trabajo al que eventualmente regresaría). Decidí mudarme con ellos y ellos me abrieron las puertas. Regresé a la paz de los hilos invisibles. El tiempo había curado ciertas cosas. Todavía la recuerdo como una de mis etapas preferidas, una etapa de purificación y gozo: mudanza número once.
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La número doce me sacaría de mis raíces a otro estado al que viajaba con regularidad: Puebla. Me gustaban mis viajes a Puebla porque me recordaban a mi ciudad cuando era un chamaquito: no tan poblada y tranquila. Una ciudad en la que podía caminar a gusto, sin mirar atrás y donde estuviera plenamente justificado salir a caminar y fumarse dos o tres cigarrillos, sin que el tiempo o una responsabilidad estuviera persiguiéndote para hacer las cosas.
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Se supone que hoy escribo esto desde la casa 13 y es la mudanza número 13. Hay un pequeño triunfo porque tengo las escrituras de la casa pero pienso en todas esas otras casas que tuve que vivir. Pienso en todas las partículas de piel, todas las colillas y los cabellos que dejé atrás. Pienso en todo lo que escribí en otras casas que no volverá a repetirse y los gozos, incluso los conflictos, que ya se fueron. Debiera haber triunfo pero… luego te acuerdas de la canción, vuelves a escucharla y te queda algo de melancolía por todo lo que se quedó atrás.
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