El tiempo existe como un estado de ánimo para ciertas personas. Cuando llega noviembre se entristecen, cuando llega la tercera semana de julio se alegran. Los amantes cogen durante toda la primavera o durante todo el verano. Algunos son más específicos con los días. Días que nos recuerdan la muerte, el nacimiento, el rompimiento y el inicio de una relación. Hay gente que espera con ansiedad los números temporales para dictarle a su cuerpo cuánto debe llorar, reír o sumirse en una profunda nostalgia. Esperan para abandonarse a una catatonia de melancolía.
También tengo mi mes: diciembre. Para mí, el doceavo mes proyecta la sombra de un recuerdo en cada uno de sus días. No sólo los regalos de Navidad, mi cumpleaños y los cumpleaños de otros, la muerte, las luces citadinas, la gente en los aparadores, los cínicos y los optimistas se miran cara a cara en Diciembre. Aunque estos últimos años, me siento un simple observador, me siento más tranquilo. No es por decisión propia, es por ese mecanismo curioso que llamamos familia (la propia, la del otro, la de los dos). Será que el matrimonio me tiene ocupado con tanto viaje y tantos compromisos familiares. Pienso en diciembre como un cúmulo de pasados, cántaros de agua de la que puedo servirme para refrescarme la memoria. En todas las etapas de mi vida esperé Diciembre para descubrir lo que pasaría, como terminaría el año y con qué cara iniciaría el nuevo. Todavía pienso en ello, pero con el metabolismo apagado y la prudencia de un adulto.
Quién sabe cuales mecanismos hay en el cerebro que cambia todas esas toxinas, esas hormonas, la circulación de la sangre y con qué tanta intensidad se siente el humo en los pulmones, que las cosas pierden su importancia.
Diciembre es el único mes que me sé. Tal vez es por mero azar. Por ser el último. Como Diciembre guarda todo tipo de energías en sus días, más cosas suceden. Supongo que debería intentar hipnotizar a alguien en diciembre y obtendré mejores resultados. Es el único mes que me sé. Digo esto porque si me preguntan el orden de los meses, fallaría miserablemente después de Abril (tal vez antes), y hay gente que los recita tan bien como si estuvieran recitando el abecedario o del uno al diez. También saben cuántos días tiene cada mes. Cuando tienen 28 ó 29, cuando tienen 30 ó 31. Algunos, los más avanzados, ya con esos cálculos en su cabeza, pueden decirte cuando caen los puentes vacacionales.
Se me hace tan chistosa esa palabra para el tiempo: Puente. Me hace imaginar agujeros de gusano, cabinas policiacas inglesas, sombras que atraviesan dimensiones, líneas temporales alternas. ¿Es necesario algo tan complejo para viajar en el tiempo? No lo creo. Más fácil está el recuerdo. Lo verdaderamente genial sería que algún deschavetado empiece a confundir las fechas: el sábado se convierte en jueves y el miércoles es verano. Los amantes que follan en primavera, a gracia de su cabeza descompuesta, ahora cogen la segunda semana de julio y le echan ganas para poner todo el verano en esa única semana. Un hipersentimiento de que un día es otro día. ¿Saben a lo que me refiero? Cuando piensas que el viernes es domingo y sientes una ligera angustia porque debes levantarte para trabajar al día siguiente, y el subsecuente alivio cuando revisas el calendario.
Tan fácil que se quiebra uno si le cambian los tiempos. Imagínense ahora que sucediera de manera permanente.
El tiempo es un monstruo caprichoso que ha crecido tanto porque el hombre se lo ha permitido. Un hombre que no piense en el tiempo parece ridículo, inclusive hereje. El tiempo es un dios que tiene muchos fieles, sobre todo en las ciudades, donde cada unidad cuenta y es preciada, donde domina el destino por los tráficos y los trámites burocráticos, y las líneas de espera. El tiempo no se reconoce en los pueblos donde niños en bicicleta salen por las tortillas y toman un desvío para mojarse los pies y las caras en un río. El tiempo parece otro cuando salgo una hora completa a caminar con la perra y no se siente la interrupción si un extraño se acerca para acariciarle las orejas, preguntar si muerde y luego sorprenderse agradablemente con que el animal le ofrece la panza para acariciarle. Ahora que recuerdo… olvidé mi reloj en mi última ida a la ciudad de México. Eso fue hace dos semanas y apenas me doy cuenta.