La primera vez que lo dejé fue por estúpido. Leí un libro de autoayuda (santamaríapurísima) por insistencia de una amiga mía, licenciada en letras, maestría en comparadas (es importante determinar que la educación no es indicador de sensatez. Cualquiera puede caer en las argucias de “esa” industria). Ella juraba sobre su tumba que el libro rompería la determinación por tener fuego en los pulmones. Lo leí para que se callara de una buena vez. No recuerdo el título del libro, tampoco recuerdo el nombre del escritor. ¿Quién recuerda todos los detalles de uno esos libros?

El discurso comenzaba con el juramento de un hombre. Prometía que había logrado curarse después de fumar la increíble cantidad de cinco cajetillas diarias. Su método: una increíble y sobrehumana fuerza de voluntad, aderezada con cierto convencimiento religioso. Caí en el embrujo. El hombre narraba de sus grupos, de sus conferencias, de personas que recibieron su ayuda, de sus pulmones sanos por gracia divina para que él pudiera entregar el mensaje. “Estoy leyendo un libro de autoayuda”, pensaba, “y ahora no puedo parar… auxilio”.

Comencé el libro a las dos de la mañana y lo terminé a los cinco. Me vapuleó tanto que no fumé durante tres días.

Luego, como pasa con todos los libros de autoayuda, sólo bastó que me diera un buen baño para olvidarlo. Encendí un cigarrillo en la regadera mientras sentí el agua templada en la espalda. Sonreí. Qué bueno era regresar al vicio y la costumbre.

La segunda vez, unos cinco años después del episodio tan vergonzoso con el libro, se debió a las artes místicas de un bicharajo conocido como “brucellosis”. No es que inhibiera los efectos de la nicotina, tampoco es que se manifestara como hormigas que escaparan por los poros de mi cuerpo para desaparecer mi vicio. La brucellosis es una enfermedad rara. Afecta principalmente a hombres que trabajan en mataderos o en ranchos. Es el primo feo de la salmonelosis y bien hemos escuchado (o, desafortunadamente, sabrá de experiencia propia caro lector) que la salmonelosis es dolorosa.

Uno de los trucos de la enfermedad consiste en un dolor ventral insoportable. Me dio un sábado en la noche. Mi esposa me llevó al hospital a que me hicieran análisis. Después de un par de horas de espera, un médico se acercó y expresó—: La buena es que ya sabemos qué tiene, la mala es que tiene brucellosis —Me reí, pregunté que era esa cosa y qué problemas traería en mi vida. Me recetaron unos antibióticos que, cuando una enfermera o doctor tomaba en sus manos, me preguntaba por qué diablos me dieron algo tan fuerte. Al salir del hospital esa noche, bajé la ventanilla de la camioneta, encendí un cigarrillo y me volvió a doler.

Fue muy fácil asociar el dolor con fumar. Lo dejé por temor a que los antibióticos no funcionaran (me dieron un mes de inyecciones). Mis bases científicas para sustentar el temor tenían tanto sentido como un hombre que fuma cinco cajetillas diarias durante veinte años y no muere.

Cuatro meses después, una noche, me encontraba esperando en una filmación. Una productora me ofreció un cigarrillo y lo tomé. No me dolía, tenía frío y llevaba catorce horas ahí, de las cuales al menos unas ocho fueron aburrimiento. Compré la cajetilla a la semana. En la agencia estaban sorprendidos de que lo hubiera dejado, hasta que, en horas de comida, se cayó la cajetilla de mi chaleco y cacharon la mentira. De ser otra droga, esa situación se hubiera convertido en un episodio dramático… pero no, nos reímos, nos ofrecimos cigarrillos, me regañaron por regresar pero se sintieron cómodos de fumar a mi lado.

La tercera vez pasó este año. Se dieron una serie de factores: Un cachorro en la casa al que no deseaba le hiciera daño el humo del cigarro, la amenaza de subir los precios una vez más y el ominoso temor al colapso de la economía que pide prudencia en los gastos. Lo dejé. Avisé a mi esposa que, seguramente, me encontraría un poquito irritable y que fuera paciente conmigo en lo que mi cuerpo liberaba la nicotina.

Los primeros tres días son importantes cuando un fumador lo deja. Es el tiempo que tarda el cuerpo en desechar la nicotina. Cuando el cuerpo se libera, entonces la necesidad pasa de ser biológica a convertirse en una trampa psicológica. Fue por eso que la tercera no funcionó muy bien: En un viaje de trabajo tuve la oportunidad de ver a mi madre y tuvimos problemas. Ah, la madre, siempre la madre. Salí a comprarme una cajetilla y me fumé el enojo.

La cuarta es el aprendizaje de las tres anteriores: No sirve el autoengaño, no sirve el temor al dolor y es importante estar alerta a los puntos flacos. Ya veremos que me invita a prender uno nuevo. Podría ser que confirmaran en unas horas el fin del mundo. O que descubrieran la ambrosía para la restauración de la salud o de los pulmones. O que alguien me regalara un paquete de cigarrillos electrónicos.

Podré decir que ya lo abandoné, pero la verdad, es que el cigarrillo es como un diablo que se la pasa danzando en mi oreja.