Es la quinta vez que me encuentro a cierto hombre. Hoy, por fin, encontré una explicación satisfactoria a su rostro. Es un joven que tiene entre veinte y veinticinco años, el cabello claro, el rostro cuadrado. Con el entrecejo fruncido. Camina recto, como una tabla, viste ropa deportiva negra y siempre usa audífonos. Tan pronto nos cruzamos el hombre me mira enojado y se da la vuelta para perseguirme con la mirada. Hoy se me ocurrió que está soportando una dura prueba siempre que está caminando. Se me ocurrió que tenía una novia o un novio, digamos pareja para olvidarnos los sexos. En estos tiempos (algunas veces desafortunados) el sexo atraviesa géneros tan fácilmente. Ha de ser uno de esos juegos sexuales. El pobre hombre ha de sostener algo entre las nalgas. Sí, (es una cara de algo bien) insertado en el recto. Tal vez tenga pinzas en los testículos o los pezones. Camina muy despacio como si algo se le fuera a romper por dentro si acelera. Cuando crucé con él, esta noche, traté de fijarme si al otro lado de la calle alguien estaba tomando nota. Es probable que no se trataba de un juego sexual o íntimo, si no una prueba dificilísima para pertenecer a un clan, a una logia, a un grupo de jóvenes sabios en el arte de la tortura. El hombre parece enojado. ¿Y si, más bien, está sufriendo? ¿Qué tal si lo suyo no es un enojo pero una súplica silenciosa? Tal vez mañana me anime a decirle buenas tardes y preguntarle ¿cómo va todo? ¿Está todo bien? Si mis torturadores imaginarios son tan crueles como me los imagino, con suerte, le aumentarán el castigo por tratar de comunicarse conmigo.
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