En el ocho vive un mesías. Lo he visto. Su piel parece bañada por los ungüentos sagrados de algún dios moderno. Todavía no sé cual. Sólo sé que camina con pasos lentos, bien medidos, abusando que tiene unas piernas largas, larguísimas. En la mano lleva un cigarrillo a medio consumir y utiliza esa misma mano para acomodarse el sombrero negro de ala. Usa pantalones dockers, los que se venden como jamás-vas-a-plancharlos pero tienen esas pequeñas arrugas distintivas que le hace pensar a los adinerados ejecutivos: “Mira, ahí viene un huevón”. Lo que cubra su pecho no importa. Algunos días solamente se deja los tirantes y muestra su pecho delgado, sus abdominales marcados, como si el dios al que reza fuera el ab-toner que tanto se vende en las madrugadas de gente sola, muy sola.

Sale de su casa muy temprano, se para en las esquinas, saca un libro negro de su bolsillo y lo abre. Entonces empieza a recitar. Exclama que el fuego de Heráclito y su baño de mierda nos limpiará de todas las nimiedades del mundo. Detalla los métodos del fuego como los que usan los árabes para rasurarse y los métodos del baño, como cuántas cubetas de inmundicia son necesarios para evitar lo efímero de la realidad para atravesar a la otra. Fuma rabioso. Se acaba el cigarrillo y prende otro. Entonces habla de como el camino se encuentra en los pixeles de Zelda, en el momento de atravesar una pantalla a otra que parece idéntica. Detalla la necesidad de poner los dedos en el joystick de la manera correcta y silenciosamente, buscar el momento –en religioso silencio– que nos librará de los caminos de todos los hombres.

Señoras humildes se acercan a escucharlo. Es que habla tan bonito, dice una, que se me entierran los calzones tan sólo de escucharlo. Cristo bendito le dice otra. Este no es Cristo, revira la otra, si lo fuera me preocuparía todo lo que pasa con mis calzones.

Me dijeron que aquí, exclama el hombre, encontraría el verdadero nombre del dios al que sirvo. ¿Será que a través de sus rostros encontraré las letras que lo descubran? Agudiza la mirada como si fuera un cazador y encuentra eles en las narices, os en las bocas, yes en las marcas de las mejillas y las cicatrices, los accidentes, son equis y son haches, y son eses y erres. Tres tazas de café al día nos mostrarán lo que es verdad en los sueños, grita, encrespa los dedos, dobla las rodillas, sus abdominales se endurecen. Una vez soñé que caminaba un largo pasillo vigilado por centenares de cuervos. A la tercera taza de café descubrí que estaba abriendo la puerta incorrecta, que los cuervos me estaban engañando para adueñarse de mi existencia y de las otras. Esta es mi verdad, les digo y se las comparto.

Los niños que no fueron a la escuela se acercan al mesías. Una señora valiente toma a su hijo y lo alza para que sus miradas se encuentren. Entonces el mesías deja caer un poco de ceniza en sus dedos y marca la frente del niño. Encontrarás el propósito de tu existencia esta tarde, cuando te columpies, dice el mesías, presta mucha atención porque es vital para ambos que sigamos el camino designado. El niño tembló nervioso mientras la señora lo entregaba al resguardo de los suelos. Pobre, pienso, tan temprano encontrándose con tantos dioses. Estoy seguro que duerme mal desde entonces, que sigue pensando en el día del columpio, mientras el mesías sigue en esa esquina callejera declamando una búsqueda increíble de todos los caminos. Cuando termina recoge todas las monedas que le avientan. Alguien muy generoso le ha regalado un centenario. El mesías lo muerde. Por si las dudas.