–Ponle play otra vez. Es lo más cercano que tengo al entretenimiento –me apretó el hombro–. Ándale pues. Te prometí que te enseñaría poesía, filosofía, medicina, retórica, oratoria, tejer, cazar con arco, el secreto de las hierbas a cambio…
–A cambio de que te pusiera esto. Lo sé –Apreté espacio en la computadora. El siguiente video tocó. Giré el rostro avergonzado mientras escuchaba el terrible manejo de sonido. El grotesco ruido ambiental de una granja pobló el ambiente. Estos videos los seguían haciendo los aficionados. Aunque eran aficionados con cámaras de alta definición. Siempre consideré a los centauros como uno de tantos espíritus guardianes. Al haber nacido con el signo de Sagitario, pensaba que debía ser como ellos: afable de los viajes y de la cacería, del sueño, de la puntería y los atinados comentarios. Escuché el grito de la mujer. Sí, sí, el signo del centauro. El humano que se enterra a su mitad animal y se entrega a los impulsos. El violador.
–Te pediría videos de centauros si existieran –dijo el centauro y quedó unos minutos con la boca abierta. Me estrujó el hombro con el segundo grito agudo de la mujer–. Ese caballo no la tiene tan grande como la mía. ¿O cómo ves? ¿Te puedes asomar?
Giré los ojos y resoplé. Pensé que mi encuentro con un animal mítico sería más significativo. Indiferente le respondí–. Creo que si buscamos con suficiente paciencia podemos encontrar algo parecido a lo que buscas. Es el internet. El internet lo tiene todo. Algo que te puedo enseñar es la regla número 34. ¿La conoces?
–Cuéntamela.
–Alguien invoca la regla número 34 cuando se duda que exista pornografía entre uno y otro individuo, animal, o cosa. Generalmente se refiere a cosas increíbles de visualizar en ese estado. Como un dinosaurio, un vampiro y un edificio. Existen foros públicos donde, a veces, la diversión consiste en invocar la regla y entonces un grupo de artistas anónimos trabajan rabiosamente para crear lo que todavía no existe.
Nos interrumpió otro grito. Se me había hecho fácil congeniar con el centauro a través de pornografía zoofílica. El pobre me sugirió con honesta desesperación que le ayudara a cazar una virgen. Me negué. Hay reglas, intenté decirle, que tus amigos los griegos iniciaron hace muchos años, y luego que tus cuates los romanos perfeccionaron. ¿Reglas?, me preguntó, ¿no ves que soy mitad caballo y mitad hombre? En esta época eres mitad mulo, no podemos salir a cazar vírgenes, viejitas, mujeres, lo que se te antoje. Puedes distraerme todo lo que quieras, asintió despacio, al rato saldré a cazar como hombre y alimentaré mis impulsos como caballo. Ay caballito, caballito… y luego le enseñé la computadora, le enseñé todo lo que podíamos buscar en ella (y ahora lo que pienso, todo lo que me puede enseñar el cabrón –que diga: el mulo– podría buscarlo ahí mismo, pero esa maldita ansia de vivir la experiencia, de vivir lo imposible, que resulta luego ser más aguado que la rutina original y es el camino pavimentado de un arrepentimiento duradero).
El centauro cerró la pantalla de la computadora. Consternado me dirigí a él. Pareció que su sed de curiosidad había sido reemplazada por un impulso de tristeza. Lo entiendo, pensé, yo también me pongo triste después de ver pornografía. Tomó aire y murmuró–. Recordé de súbito los parajes de Ixión, donde solía correr con mi gente. Luego los buscamos en tu computadora porque parece imposible que puedes llevarme allá –se rascó la barba delicadamente y dio la vuelta para irse–. Te he de haber parecido monstruoso… Existen monstruos peores. Lo sabes, ¿verdad? Mañana platicaremos de esos. El hombre que lleva descubierto su animal es mejor al hombre que lo oculta.
Cuando el centauro se fue, abrí la computadora, entrecerré los ojos y le di play.