Los cuervos…
Desearían que el sol se oculte.
No les agrada la primavera.
El negro de sus hojas
absorbe los rayos solares
y todo el día, tienen esa molestia
—Una lama de rayos ultravioletas—
impregnada en su cuerpo,
entre sus hojas,
en el sudor del pico,
los ojos entrecerrados,
las patas engarrotadas
y sus quejidos lastimosos, débiles, hartos.
Los días de calor no juegan a los dados,
no juegan a las cartas
y no encienden los cigarros.
Volarían para buscar charcos donde empuercarse,
refrescarse,
—sobre todo refrescarse—,
o buscarían el fresco de
la sombra de los árboles
pero volar es demasiado.
Demasiado sol, demasiado.
Las alas no les sirven los días de sol.
(Quizás sí, pero lo niegan).
Entonces un accidente ocurre.
Un cuervo…
de rostro particularmente enfermo,
estalla en llamas.
Unos hablan de la combustión espontánea.
Otros se ríen y bromean:
—Huele a pollito rostizado.
Son las seis, el sol se está ocultando
y aunque algunos piensan en hacer planes
para evitar otro ridículo accidente,
sacan un tablero de ajedrez,
el backgammon,
la armónica y los discos de Fats Domino.
(Los cuervos…
se abrazan, se emborrachan
y bailan sin parejas al atardecer
hasta muy entrada la madrugada)
Aprovechan la oscuridad muy a pesar del diablO,
de Dios, de los chanates, los árboles,
de los fantasmas en los panteones,
los dragones nebulosos, los mosquitos tan molestos
y de los otros, todos los otros.