En las caminatas a lado de Nico, suelo dar una o dos vueltas sobre el mismo lugar. Repetimos la línea en distintos tiempos. Otra manera de viajar en el tiempo, supongo, simplemente dejar que transcurra. Luego me fijo en los cambios. Los más obvios son la gente que ya no espera el camión, la gente que ya se fue, que ya recorrió, que ya llegó a su lugar o la que apenas está saliendo para empezar un camino. También son los coches estacionados y los que andan, los establecimientos abiertos, los vigilantes en ciertas puertas, las bicicletas con los tacos de canasta.
Los más difíciles son los más pequeños: las hojas caídas que se movieron con el viento, las hojas que ya no tiene un árbol, la basurita que alguien recogió, el pedazo de pan que se robó algún perro vagabundo, el movimiento de las nubes, la posición del sol y como modificó las sombras.
Una vez me detuve cuando pensé en los cambios insignificantes. Encendí un cigarrillo, le di una galleta a Nico y tomé la decisión de no caminar más, al menos un rato, hasta contemplar someramente la infinidad de pequeños cambios, y si estos serían capaces de iluminar o arruinar una vida. ¿Si una hoja cae en un parabrisas, cambia en algo la vida de un conductor (su rumbo, su velocidad, su campo de visión)? Probablemente no, no de una manera tan brusca, que absurdo… ¿Lo es?
Cayeron las cenizas de mi cigarrillo, Nico lamió los restos de galleta que cayeron al suelo y pensé que, además de la belleza en notar estos pequeños cambios, en la epifanía poética que estos podrían provocar. También sería una promesa de locura, lo más cercano en la rutina para comprobar la existencia de Dios. ¿Será tan peligroso abrir esa puerta?
Nico se aburrió, dio vueltas sobre su eje olisqueando el suelo. Envidio su nariz, envidio todos los secretos que su nariz revela. Me agaché a acariciarle detrás de las orejas, la papada, me levanté y tiré suavemente de la correa. Vámonos, le dije, en voz alta, según para calmarla a ella, todavía nos faltan tres vueltas más.