Tenía dieciséis años cuando murió Octavio Paz. A mis dieciséis escribí cuentos de una sexualidad desbordada, inmadura y de una anhelada libertad adolescente. A mis amigos les encantó. Escribí cuentos para divertir a mis amigos, a mis compañeros, a mis profesores. Incluso, inesperadamente, tuve la suerte de recibir la envidia y la crítica moral de algunos. Cuando murió Paz, no me importó porque estaba atado a mi propio camino, infantil, irreverente, retorcido, poco luminoso pero muy divertido.
Durante los siguientes tres o cuatro años escucharía, lamentablemente, sólo un tipo de comentarios al respecto de su muerte. Escuché gente quizás quince años mayor que yo. Eran profesores de literatura, lectores aficionados, lectores hedonistas y los otros, sobre todo los otros, los altavoces que tienen una aguda capacidad de grabar y repetir el cotilleo, el chisme. Decían: Murió el maestro Paz, por fin la literatura mexicana está libre de nuevo. Procedían a explicarse: Paz ya no frenará muchas cosas, Paz ya no pondrá candados, Paz ya no arruinará reputaciones.
El discurso cambiaría tímidamente con el tiempo. Como si esta gente, avergonzada, regresara a los poemas, a los ensayos, a las líneas brillantes de un hombre que las escribió sin temor. Las putas chillaban de nuevo en las aulas. Paz regresaba, progresaban los comentarios, gradualmente lo regresaban como el estudioso de la metáfora, la cultura, la condición del hombre, la palabra. El discurso sana con los años, pienso que todavía es tímido, pero sana.
Yo sólo había leído el “Laberinto de la Soledad”. Un año me dediqué a los libros de Octavio Paz que pude encontrar. Exploré sus ensayos y poesía con la tranquilidad de un lector casual. Subrayé algunas cosas, leí otras en voz alta para enamorarme y enamorar, me entregué al delirio de la palabra, la palabra como inicio y final, regreso, el nacimiento del limo. El hombre estaba muerto. ¿Qué importaba si “frenó” la literatura? El hombre estaba muerto y entre sus páginas tenía la oportunidad de aprender, escuchar y recibir la bendición de una generación que, poco a poco, de los suyos quedaban menos.
Lo leí sin los resentimientos ficticios (o quizás reales) de aquellos, de algunos, de los fantasmas (quizás también ficticios) que no tienen la capacidad para decir las cosas, para contemplarlas y convertirlas, transmutarlas, en aliento, en imagen o sonido. Hoy me doy cuenta: lo mejor que me pudo pasar fue su muerte.
Carlos Fuentes murió hace algunos días. Escucho discursos similares pronunciados por gente de mi generación, quizás hasta diez años más grandes: Fuentes ya se robaba el aire; Fuentes no era un buen literato sino una imagen, un político, un galán; Fuentes ya no hacía literatura por su entrega desmedida en adquirir poder político. Entonces recuerdo mis pocas lecturas de él: “La muerte de Artemio Cruz”, fragmentos de “Aura”, algunos de sus cuentos. Mi experiencia es igual de lamentable como lo fue con Paz en sus inicios: Me dormí. No pude, soy culpable. ¿Lo habrán leído, lo habrán estudiado, se habrán dormido como yo con él?
He aprendido, con los años, que todo discurso en contra de algo es una llamada de atención, es un camino a seguir con la posibilidad, el trabajo, de demostrar un error. Los prejuicios suelen ser falsos, suelen distraer la mirada. También aprendí una verdad bastante tonta, simple y dolorosamente contundente: Aquello que me dormía hace diez o quince años, hoy me mantiene despierto. Que curioso… el lector y su crecimiento, su camino, pero eso lo hablaremos en otra ocasión.
Hay que prestar atención a la resonancia en el mundo. A Carlos Fuentes lo están despidiendo en todas partes. Le dedicaron notas en Holanda, en Francia, en Estados Unidos y, obvio, en México. ¿Cómo no hacer caso? Incluso Jorge Luis Borges, en Twitter, se asomó de su tumba para despedirlo (Qué hermoso, y triste a la vez, hay voces que no descansan). Dijeron por ahí, si mal no recuerdo (y dicen muchos), que no se ve en el horizonte alguien que pueda reemplazar a una figura literaria tan imponente, versatil y titánica. Permítanme una simpleza: Pues no, Fuentes y Paz son lo que son, ¿para qué repetir? Ya los tenemos en sus textos, sus libros, sus opiniones, sus poemas, sus cuentitos y novelotas. Dejaron su legado para la memoria intelectual del país, y del mundo. ¿Para qué clonarlos?
Dicen los fantasmas que después de Proust, Joyce y Faulkner, ya no se puede hacer nada con la novela. Proust dice, entre líneas, lo mismo cuando menciona a Balzac, Victor Hugo y Sand. En las aulas del futuro a alguien se le ocurrirá decir, después de listar algunos nombres incluyendo el de Fuentes, es imposible escribir algo más. Sin embargo, me gustaría parafrasear las palabras de Fuentes: “Escribo novelas para crear lectores, no para alimentar a los que ya saben que esperar”. Ahí, precisamente ahí, se encuentra el motivo para leer y releer sus libros. No es demasiado tarde, incluso los ya leídos descubren nuevas posibilidades. No es necesario leerlo para prestarle homenaje, o para ser un mejor país lector, ¡pavadas! Se lee para aceptar un reto. Ya está muerto, su obra ya está hecha, es lo mejor que nos pudo haber pasado.