Este es un artículo que se publicó en mi columna quincenal (La Habitación de Humo) en el número 21 del suplemento Guardagujas, de la Jornada Aguascalientes. Puedes leer el número completo en issu, así como números pasados.

El trabajo de un escritor también consiste en titular su obra. No es una tarea sencilla. El título, según hemos escuchado tantas veces en la primaria y en la secundaria, en aquellas clases de español que parecen tan lejanas, es una promesa de lo que estamos a punto de leer. En una carrera literaria los profesores te retan a encontrar la razón del título, aún cuando este se aleje contra todo pronóstico y se oponga totalmente de lo que pensabas en un principio.

Me imagino a los grandes novelistas en la relectura de su obra, buscando el título que tanto esperaban, ese título que separará a su novela de otras novelas. Otros novelistas escriben primero el título de la obra y nos relatan como en un acto de revelación, casi ascético, fue lo primero que escucharon antes de recibir las voces y las acciones de los personajes que los llevarían a la resolución de sentarse a escribir hasta el final.

Los títulos están en todas partes y nos acompañan a dónde quiera que vamos, sobre todo en estas épocas donde el individuo es tan importante. Son los que nos ayudan a separar esa canción preferida que nos gusta de un disco, son los que están en los capítulos de una serie televisiva y nos ayudan a distinguir un momento en particular de nuestros personajes preferidos. Los títulos son una línea importante en la poesía. Suelen ser el resumen de un cuento. El título es una explicación alterna de una pintura. El título es lo aparentemente obvio en una fotografía. Algunos creadores traviesos usan el título como un reto: Mira mi obra y dime porque se titula de esta forma. Esto, claro, funciona de maravilla si tiene espectadores o lectores dispuestos a revelar el rompecabezas.

Otros títulos, más aburridos pero que igual cargamos en la cabeza, son los títulos universitarios. Somos obras de arte que caminan con quién sabe cuántos años de estudios, diplomas, cursos y aprendizaje callejero. Si tenemos suerte en el mundo académico, en cada hogar hay un enorme título colgado en una de las paredes, que lleva nuestro nombre y nuestra fotografía, y en unas cuantas palabras dice qué sabemos hacer y en dónde pasaron unos cuantos años de nuestras vidas. El licenciado primero se presenta como licenciado y luego te da su nombre.

El nombre y el apodo son títulos que nos describen en unas palabras. Nombre, apodo, apellidos y tenemos una persona a los ojos de nuestra familia, nuestros amigos. En ese orden: lo que nuestros padres desean para nosotros (por ejemplo, el padre que nos llama igual a él y espera que seamos un reflejo, una continuación de su existencia), el apodo (como nos perciben los otros y esto, lamentablemente, puede ser definido por el momento más vergonzoso de nuestra existencia) y los apellidos (años de historia que irremediablemente cargamos a nuestras espaldas).

¿A poco no titular una obra de repente suena como una carga? Sobre todo para los escritores, esos loquitos, que piensan en sus textos como un hijo al que deben darle un nombre para asegurar su bienestar en el mundo, ese terrible mundo que hay afuera, lleno de lectores primerizos, lectores experimentados, críticos mordaces, anónimos en internet con ganas de carne fresca y niños que probablemente ni el título entiendan. Recuerda, no lo olvides, el título es lo primero que uno busca para darse una explicación.

Por eso, cuando me invitaron a escribir una columna y que le pusiera título, caí en una pequeña depresión. Una columna periódica es una obra que no sabes cuánto tiempo estarás escribiendo. Escribiré lo que puede ser unos meses, puede ser un año y si logran convertirnos en cabezas dentro de aparatejos que nos mantengan con una consciencia, podría ser muchas vidas. Está claro que hice lo posible para aparentar una compostura y responder con entusiasmo que sí, pero ya en la soledad de mi oficina, prendí un par de cigarros y me dije necesito un título que funcione de aquí hasta… al menos, hasta Navidad.

Escribí una cantidad modesta de palabras y las intercambié hasta encontrar títulos satisfactorios. Ya no vale nombrarlos porque si otro le gusta al lector, me veré en la enorme tentación de cambiarlo y el lector siempre tiene la razón. Así que mejor les guardo esos nombres alternos. Ni que fueran tan buenos. Entonces me encontré con el humo de mis cigarrillos nublando las palabras y tuve uno de esos recuerdos de la infancia -la revelación- y me vi como un niño, caminando en el edificio viejo donde solía vivir mi abuelo.

Mi recuerdo no debe ser fiable, porque miraba a mi abuelo y a mi abuela, sentados cada uno en un sillón, a un lado de una ventana. Se podían ver las partículas de polvo contraluz a la ventana y parecía humo, mucho humo, ocultándome el rostro y la conversación entre ellos dos. Recuerdo la habitación llena de periódicos y recuerdo que mi abuelo sacó una pelota roja, y me la puso en las manos. Ese momento me pareció un truco de magia que había nacido entre las letras impresas de los periódicos. Se consumió el último cigarrillo y supe cómo había nombrar la columna.

Esta es mi habitación de humo, donde espero hacer magia como mi abuelo la hizo conmigo, aún cuando haya sido el único acto de valor que hizo en su vida.