Anoche un robot del tamaño de un auto aterrizó, con ayuda del paracaídas más grande del mundo, a las dunas de Marte. Sucedieron dos cosas extraordinarias. Primero: El robot aterrizó en el punto preciso, sin recibir daño alguno, listo para recoger datos, fotografías, arena, análisis increíbles, contrario a todos los accidentes que pueden ocurrir en una misión de ese tamaño; Segundo: Los comentarios de la gente, el mundo se paralizó unos instantes para apreciar, analizar, denostar, maravillarse y aterrizar junto con una proeza tecnológica increíble.
En mi caso, mientras paseo al perro y recojo su mierda, pienso en la humanidad y el acto poético de abandonar una máquina en otro planeta. Es un sueño. Es el verbo hecho ingeniería de los que pasamos incontables horas leyendo anécdotas de otros planetas, de los viajes espaciales, de los valientes y mordaces héroes que recorrieron el espacio en una nave espacial y se enfrentaron a villanos de múltiples tentáculos, cabezas enormes que contienen portentosos cerebros, de hombres de silicio, insectos gigantes con las capacidades psíquicas para detener un ejército completo y de androides crueles, quienes deciden el destino de la humanidad para su beneficio y que, por su bien, no razonan las emociones que provocan sus decisiones finales. Es un sueño que se cumple, lamentablemente, con la velocidad de la historia: Paso a paso, a velocidad de tortuga, llegaremos a donde haya que llegar.
Otros soñadores, mientras tanto, exigen que no dejemos de vigilar a la Tierra y que sostengamos nuestra órbita en este mundo de violencia, de apatía, de meses sin intereses, recursos finitos y políticos ciegos. Pienso que, por más que marquen con la planta de sus pies la tierra erosionada, también están soñando. Gente que sueña con detener las injusticias del planeta, del país, de la ciudad y de su casa. Detrás de su máscara de gravedad y mesura, también vive un héroe, un mesías o un mago, que quisiera tener en sus manos los conjuros para arreglar las cosas. Lamentablemente también están atados a la velocidad de la historia y han vivido tanto tiempo su papel que conocen, de sobra, la futilidad de los actos mágicos. Ya comprenden lo inexorable de las pequeñas acciones. Sus sueños son una acumulación de bondades que nos pondrán en su lugar y que, quizás, nos rescatarán a todos de lo inevitable, de una extinción a la que le faltan muchos años por venir pero que fatiga, como si tuviéramos ya el pie en el abismo, en lo irredento.
Y los soñadores más raros que descartan la tecnología de un manotazo, como si ahuyentaran una mosca molesta, como si pudieran viajar hacia adentro sin necesidad de sus celulares, sus computadoras, sus máquinas para afeitarse o los desodorantes que no usan, el agua caliente que niegan para darse un baño cómodo. No los entiendo. Su charlatanería fascina y divierte, pero nada más. Quisiera, pero me cuesta trabajo, escucharlos sin una carcajada. Basta con ver las entrevistas que hicieron anoche a los científicos para darse cuenta que el viaje interno, el viaje metafísico, la navegación de los sueños y su traslado al mundo intelectual, hacen personas capaces de llevarnos a otro lado. Después del resultado no dudo que gracias a su camino, su vida, su dedicación y su trabajo (ignorando por un momento la fortuna del dinero), no existiría la posibilidad tangible de que nuestros hijos, o nuestros nietos, se instalen en una colonia marciana. Ya me imagino a los primeros mexicanos bobeando con la canción de los marcianos y el chachachá. Un anuncio profético y dicharachero.
Me gustaría proponer que soñáramos un poco. A ningún héroe le hace mal empolvarse los pies con arena roja, así como no le hace daño fijarse en las injusticias que ocurren en su propia casa. ¿Por qué no mejor participar activamente en el juego de los viajeros? Es decir, contribuir a medida de lo posible a que acaben las pequeñas guerras y las injusticias, y luego prometerle al chamaco de mirada perdida que algún día podría llegar a Marte (o donde quiera), si chambea, si le echa ganas, si anticipa un camino lleno de sacrificios y decisiones duras. Eso es lo que hace falta. Mientras trabajamos en salvar a una persona de su abismo, no digamos a cientos, o miles, podemos dedicarle un pensamiento a la máquina desolada que ya está dejando huellas en dunas lejanas.