Cuando dejé de fumar, el humo del cigarrillo ajeno me daba un golpe igual que a los sanos. No llegué a despreciarlo o denostar al vicioso, para mí era como atravesar una línea, un recuerdo. Los fumadores somos niños que miraron a sus padres, a sus abuelos, a sus héroes, dar una bocanada al cigarrillo y quedarse en silencio. La imaginación completaba el resto y provocaba la construcción de cuentos en torno a los gravísimos momentos de reflexión, de espera o de hastío. Fumar en silencio es un homenaje a los momentos melancólicos de mi madre, así me convierto en ella y trato de pensar como ella. Se me ocurre que ella fumaba para desmenuzar los silencios de su padre, el caricaturista, el pensador. La ceniza es una concatenación de motivos y testimonios silentes.
Anoche mi esposa cerró las cortinas para dormir. Pensé que algo estaba mal. Su naturaleza tabasqueña, la del calor y la humedad, contradice el impulso de unas cortinas cerradas. Había olvidado lo que es dormir así, ya acostumbrado a las luces de un farolito y de las casas lejanas, tal como cuando dejé el cigarrillo y los restos de olor repentinamente golpean. Me acosté en la cama, di un par de vueltas y pensé en mi abuela, cuando dormíamos juntos porque éramos demasiados en un departamento. Mi abuela contándome cuentos del diablo, chistes judíos, preocupaciones cotidianas acerca de la comida, del dinero, del transporte, ¿cómo te quieres ir mañana? Preguntaba la abuela, contemplando las opciones, si el metro, los camiones o regalarnos el lujo de un taxi. No quería dormir, quería seguir escuchándola. La ausencia de luz despertó un impulso infantil porque alguien me hablara, me siguiera contando historias. Mi esposa duerme sin culpas, estoy seguro que ella morirá piadosamente cuando envejezca, sí, morirá mientras duerme. Hablé solo toda la noche.
Ha llovido todos los días. Tengo ocho años. Estoy en las maquinitas, antes llamadas chispas. Ahora se les conoce como arcades. Estoy mirando como un chamaco, uno de los más vagos, va ganando en Street Fighter II. No soy el único. Tiene una audiencia de niños y jóvenes que somos los regulares del local. Somos los niños que se preparan para reunirse en una cantina, en el futuro, y contar anécdotas de cuando éramos chaparros y las cosas estaban igual de peladas, pero había juegos de doscientos pesos y las bebidas eran de azúcar y agua con bicarbonato de sodio. El vago usa a Guile, el soldado estadounidense, y después de una hora con veinte, consigue llegar al dictador, Bison. Miramos el final en la pantalla. Empiezo a traducirles en voz alta. Es, quizás, la primera y única vez que me convierto en un poeta recitando en medio de un grupo de desconocidos, hambrientos de saber. Guile habla de Camboya, está a punto de matar a Bison, pero su esposa y su hija lo detienen. Regresa a casa, su esposa le ofrece una cerveza. Su hija y el perro juegan. También hay una chimenea. Me da risa. Cuando Guile suele ganar una pelea, se burla del vencido diciéndole: Regresa a casa y sé un hombre de familia. El vago me hace prometer que vendré mañana, a la misma hora, para que traduzca otro de los finales. Ahora se le hace tarde, tiene que ir a la escuela.
Las seis de la mañana, camino junto a mi abuela para ir a la secundaria. Nos desviamos. Tomamos el camino más largo, y menos práctico, para ir a la escuela. Tal vez fue porque empezamos a seguir a la gente. Dos grupos de tres personas que cuchicheaban, querían ver algo. Una señora gorda, con un delantal cuadrado y tubos en la cabeza, señala un edificio. Allá arriba. Un muerto, envuelto como un tamal, se balancea, da vueltas lentas, colgado de uno de los números. Sus labios están hinchados, sus ojos cerrados y sus pies salen de las sábanas. Mi abuela me jala pero ella tampoco puede evitarlo. Lo observa despacio. Promete luego comprar el periódico para leer la noticia. Regresamos al camino, diez minutos de silencio y luego me acaricia la cabeza. Más tarde dice que lo arroparon como si lo quisieran, como si alguien descubriera al muerto y lo arreglara para que lo vieran. Luego añade que seguro antes de matarse tenía mucho frío. Cuando tenga a mis hijos, si alguna vez los tengo, me imagino en los fríos de Cholula, alzando la mirada para observar los techos de las casas, de los pocos edificios. Aprendí muy joven que las madrugadas son para los suicidas.