Es el momento donde enciendes un cigarrillo y no cedes a los pensamientos. En silencio, la nicotina y el alquitrán se consumen por el fuego y los pulmones. Tal vez te asomes por la ventana para ver la noche o quizás estás tomando una pausa después de leer cualquier texto. De ahí no pasa. No hay estudio de gravísimas cuestiones o la búsqueda de respuestas. Simplemente uno fuma por el placer de fumar. Te conviertes en el sueño de otro, en la estatua silenciosa de un niño que le pregunta a su madre: “¿Ese señor, mami, que está pensando?”, “¿Esa señora, mami, está triste?”. Puede ser, pensará la madre, o cualquier otro que mire la fotografía.
¿Desde cuándo la nada es tristeza? Supongo que, desde tiempos inmemoriales, nos piden justificar todas las acciones, darles un propósito. En hogaño, es especialmente importante que el fumador explique por qué lo hace si los cigarrillos están tan caros, si tiene una carrera exigente de momentos reflexivos o si de verdad está tan azorado por la vida para necesitar un respiro de cuatro pesos, en la esquina, antes de llegar a donde sea que vaya.
Uno se acostumbra a buscarle formas al humo ajeno, fumador o no. Al no-fumador esto le puede agarrar de sorpresa. El humo del cigarrillo mete la zancadilla cuando le descubrimos las aspiraciones como mancha de Rorschach. Depende de los pulmones y la garganta, de la nariz, de la cabeza del fumador. No digo que confiese los secretos, no, mejor dicho, expulsa la imaginación. Los minutos de vida perdidos en el momento del cigarrillo se transforman en imágenes, en una habitación de humo a la cual podemos elegirle forma. El humo, como nubes portátiles, forman personas corriendo, los rostros de los muertos, la casa donde solías vivir, la faz de una muerte aburrida e inexorable, quimeras y dragones. Algunos, seguramente, perciben mensajes escritos y señales para interpretar su futuro.
El mismo fumador no puede interpretar sus propios mensajes, dejaría de estar fumando a la nada para fumar por algo. Sencillamente, en el momento, se convierte en el medio. Una pausa en el cuerpo, y la mente, para dejar de buscar, abandonar las preguntas y las cuentas. El truco está cuando un fumador se dedica a mirar, sin vergüenza, el humo que expulsa otro. Descubre su papel como un mensajero, mientras, hipnotizado, trata de leer las señales del otro, ese que por un momento es igual que él, o es una copia del pasado o un vistazo al futuro.
Fumar a la nada es un accidente. Pasa en el momento justo que te descubres con el cigarrillo encendido, a medio consumir. La consciencia de que fuiste algo, y el momento ya pasó. Quien sabe cuánto habrás expulsado. Fuiste otro, perdiste unos segundos (o minutos) de vida, en un tiempo vacío, sin memoria. No sirve sentarse y murmurar, convencido, “Voy a fumar a la nada”. No lo encontrarás, no te engañes, lo he intentado. Es como tratar de convencer a los otros niños (los imaginarios, si estás solo) en el parque que eres Superman. Simplemente la noción de la acción basta para llenar la cabeza de ideas y el humo se desperdicia.
¿Cuántos libros habrá escrito el humo de la nada? No digamos las personas, porque ahora con internet y la vida digital, la cantidad de libros es imposible. Todo lector conoce la titánica, y abismal, tarea de leerse todos los libros, incluso ni terminará aquellos que piensa para su vida. Imagínense ahora todos los libros accidentales que se han escrito en el humo, como los orangutanes en la máquina de escribir que eventualmente habrán de sacar las obras de Shakespeare, los fumadores a la nada ya escribieron todas las obras universales, del pasado y del futuro (en el presente no, siempre es muy pronto para hablar de obras universales). También es posible que gracias al humo observado, ya tengamos un puñado de lecturas que se dieron por accidente. Según leemos por primera vez a Proust, pero descubrimos esa rara sensación asmática de dejá vù durante la lectura. Nos cruza el pensamiento: “Ya lo leí en algún lugar”. Presta atención, sugiero, al humo de los fumadores especialmente silenciosos, estáticos, inertes. Las respuestas que ellos no encuentran las ofrecen en abundancia los hilos grisáceos que escapan de su nariz y sus labios.