El domingo abrí una caja de Pandora: Los comentarios que solían existir en este blog, cuando era el de los mil nombres y antes de eso, el cibernauta. Tengo un backup en el servicio de comentarios de disqus (además de los múltiples backups en bases de datos).
No sé cuántos son con exactitud. Unos quince mil, quizás. No es que mi blog fuera tan popular (un poco… sí, en aquel entonces lo era), también es que atiné con el posicionamiento y los títulos. Algunas entradas atraían visitantes curiosos que deseaban saber el significado de su nombre, nombres para duendes o unicornios (?) o que deseaban compartir el significado de un sueño que tuvieron, y usaban este espacio como un foro para buscar respuestas a cuestiones lejanas a la intención del contenido original.
Sin embargo, el restante de esos comentarios son amables y me ayudaron a darle un vistazo al pasado. Ocupé el domingo, tan absurdo y tan cansino, en regresar algunos de esos comentarios al blog. Un año de datos (de los diez que son en total), copy-paste, publicar, editar nombre y e-mail. No pude regresar varios porque en el translado borré un puñado de entradas que ahora están en el limbo binario. También pensé en editar la fecha pero se me hizo demasiado, así que he cometido el pecado de revivir muertos y crear una paradoja anacrónica. Ojalá dios internet me perdone.
Cuando hice el traspaso olvidé, sinceramente, que los comentarios también son parte de la documentación, una extensión de los amigos y los lectores que se han conseguido a través del tiempo. Es un testimonio de como han cambiado los lectores blogosféricos, sus modos y sus motivaciones.
Hay algo que siempre tuve en cuenta cuando abrí un blog: Sus comentaristas en algún momento se van a cansar y se van a ir. Tienen una vida, los gustos cambian (o el autor se casa, como yo, y misteriosamente se pierden muchas visitas, quien-sabe-por-qué), los autores se abandonan, incluso un autor de bitácora. Los lectores, igual que el escritor (sobre todo uno que platica su vida en este medio), son una cosa viva, con sus problemas, y sus movimientos, y sus encrucijadas. Nunca se sabe a donde irán o con quién te engañarán el día de mañana.
Además los distintos servicios que han surgido a través de los años han separado, de manera eficaz y cruel, las motivaciones de un blog. ¿Para qué tener uno de pornografía y ocio si puedes abrir un Tumblr? ¿Para qué tener un blog de tus fotografías si puedes tener Flickr o Instagram? ¿Para qué tener un blog de ráfagas breves si puedes abrir una cuenta en Twitter? ¿Para qué volcar una opinión rápida, sincera y probablemente estúpida, si tienes un perfil en Facebook? ¿Para qué grabar un video si puedes hacerlo en YouTube? Antes el blog era una oportunidad centralizada de unir todos esos rasgos individuales en un sólo lugar. La creación de una isla en el océano digital. El problema era (y todavía es) atraer náufragos a esa isla.
Muchos blogueros se inclinaron por la especialización (blog de diseño, blog de tecnología, bloguétcetera), otros se dividieron en sus múltiples redes sociales y finalmente, el puñado de necios que, por cariño a la herramienta y por sus propios fines, siguen trabajando diligentemente en su paraíso personal. Me incluyo en el último. Tuve un blog para escribir y ahora escribo porque tengo un blog. Gracias a él, he publicado, sigo creando historias y quizás consiga muchas más cosas en el camino.
Hace años era obligatorio tener una taza de café y pasear diariamente por los múltiples comentarios que dejaron en días anteriores, anotarme los triunfos, recibir las amabilidades, soportar los fueras de contexto y tragarme uno que otro comentario anónimo y ponzoñoso. Hoy la taza de café es para iniciar el siguiente texto, tallarlo, pulirlo, enviarlo en la botella y que corra solo, quien sabe dónde, quizás nadie lo lea, desde mi isla al océano.