Este es un artículo que se publicó en mi columna mensual (La Habitación de Humo) en el número 66 del suplemento Guardagujas, de la Jornada Aguascalientes. Puedes leer el número completo en issu, así como números pasados.

Hay una frase muy sencilla que requiere un puñado de experiencias para entenderse. En su sencillez se encuentra la trampa y en sus consecuencias un dejo de desencanto. Al principio hay un poco de resistencia, pero cuando entra, entra bien y se repite como un mantra, un canto de guerra antes de lidiar contra una bestia que oculta los cuernos: “Tienes que ponerte la camiseta”. No soy inocente. Muchas veces he caído en expresar esa simpleza para invitar una reflexión, un cambio de actitud en el otro, así como me la dijeron muchas veces desde la niñez hasta la juventud y obligaban una mueca por lo cándido del discurso.

“¿Qué es ponerse la camiseta?”, pensaba y desmenuzaba la frase, “¿quitarme lo que tengo puesto y ponerme otra cosa?, ¿se refieren al cambio de equipo que hace un deportista y tiene que vestir otro Jersey? (Algo rastrero y traicionero, como cuando un jugador del América se pasa para las Chivas, y viceversa), ¿Acaso, en mi vida, llevo puestas múltiples playeras metafóricas que cambio, desecho o remendo conforme a la circunstancia? ¿Cuántas camisetas más debo de ponerme para que me consideren digno (el hombre camiseta lleva ya 28, porque más es imposible sin que algo se reviente, o el cuerpo o la tela), cuántas más?”

En realidad la frase se refiere a algo más sencillo, un discurso vulgar de motivación: Hay un jugador, un deportista o un atleta que espera en la banca. Llega el entrenador, pone una mano sobre tu hombro, su frente sudada, su voz rota de tanto gritar insultos, y paternalmente susurra mientras aprieta tu carne con firmeza: “Ponte la camiseta”. Es hora de entrar en el juego porque el partido depende de ti; porque te considera listo para sacrificarte y, tal vez, salir victorioso; o porque no hay de otra y no importa tu aparente indiferencia, las circunstancias que te arrastraron allí, tienes que entrar y exhibir galanura, la gracia atlética de los dioses, la necesidad imperiosa de agradar al padre putativo (o quizás biológico) que implora, a su manera, tu entrada en el juego.

Obviamente, hay jugadores dispuestos a entrar, crecieron cómodamente con esas analogías deportivas y motivacionales como si fuera un manual para la vida. Sienten ese vacío en el estómago que sólo pueden colmar con calentamiento y una intensa observación al juego, cómo va, para no sentirse inútiles, estatuas estériles derruyéndose en la banca. No sólo se ponen la camiseta, ya la tienen lavada, aromatizada, planchada y doblada a un lado de la banca, una armadura lista para ser utilizada a la menor provocación.

Fumadores empedernidos, como yo, disfrutan apaciblemente con la pierna cruzada, sentados en la banca, su contemplación metafísica en el baile de las porristas y las espectadoras saltarinas y cuando sienten esa mano en el hombro no pueden más que suspirar con un poco de tristeza, tirar el cigarrillo y hacer como que se ponen la camiseta para presentar en el terreno de juego un espectáculo deplorable que, con suerte, irá alimentando una suerte de furia y aunque consigan involucrarse en el juego, no dejan de pensar que el espectador, y los otros jugadores, acaban de recibir un payaso que se ha puesto la camiseta al revés y que más bien se ha convertido en un elemento caótico, absurdo, dentro del juego con el objetivo accidental de arruinar lo bien que todos los demás se la están pasando.

“Ponte la camiseta”, depende de la circunstancia, no es tan malo como se cree. Cuando eres joven y no quieres, es una ofensa, es pedirte que arruines el conjunto de ropa que tanto trabajo te ha costado decidir, olvidarte de quien eres para entrar a una situación que no te gusta, o no quieres, o es demasiado problemática. Es fácil no ponérsela porque eres joven y aparentemente nada te lo impide. Pasan los años y, aunque todavía hay un ruido incómodo, decides ponértela para evitarte una secuencia de momentos incómodos: un despido, una mala calificación, el escarnio público, el exilio a otro país, una ruptura amorosa o el divorcio tan temido. En lo personal, yo la uso como una respuesta floja a confesiones de jóvenes imberbes cuando exponen un problema de su edad y que se resolverían, pues, con un poco de menos necedad.

Mi situación preferida de la frase es cuando estás acostado, miras fijamente al techo, piensas en las múltiples responsabilidades adultas y las consecuencias de ignorarlas, entrecierras los ojos para cachar las partículas de polvo, escuchas el ruido de afuera, un claxon, un hombre vende chicharrones, los zanates vuelan e imaginas sus silbidos al ocaso, no fumas ahí porque no es permitido y aún cuando tienes ganas de hacerlo el cuerpo se niega a levantarse, una mano posa sobre tu pecho, una pierna desnuda sobre la tuya, el sudor evaporado de un amor que continuamente está pereciendo y alguien susurra, flojamente, “ponte la camiseta, es hora de vestirnos”.