De otro diario de Simón Dor (el cual yace en un barco hundido, junto con los infinitos diarios): “Estuve en la playa. Antes de salir, doblé mis pantalones hasta arriba de las rodillas y giré mi gorra para que el sol ensombreciera mi rostro. Mis pies se hundieron en la arena, pasos muy pesados, temía hundirme en cualquier momento. Llegué al borde, metí mis manos al bolsillo de mi pantalón, tenía un cigarrillo apagado en los labios, mis brazos reverberaron con el choque de las olas. Esto soy yo, pensé, sin saber muy bien por qué lo pensé. Siempre pienso cosas como esa, sobre todo cuando me sorprendo en un repentino estado de comunión con la naturaleza, o con algún dios, o con la visita de un arcángel prometiéndome el calor abismal de su espada de fuego. Estoy aquí. Los pies en la arena, mis pasos muy pesados y luego, a lo lejos, miro como el mar se dobla. Comprendo la imagen: el agua se dobla con el movimiento, y la espuma son diminutos delfines blancos que arrasan con sus brincos el mar hasta que encuentran su final en la arena húmeda. Se convirtieron en espíritus, pienso, han penetrado la arena y han hecho su hogar, una nueva vida, muy debajo de nosotros, donde jamás podremos acanzarles. Esto soy yo. No, no lo soy. Esto soy yo sintiendo el agua fría entre mis dedos, en mis tobillos, en mis pies, mientras un endemoniado sol me azota la espada, el sudor baja por mi frente y hace un nido asqueroso entre mis barbas, el cigarrillo entre mis labios enciende espontáneamente, el humo se va, mientras el agua viene, los diminutos delfines se las arreglan para entrar en mi cuerpo, mis poros, se vuelven navegantes solitarios en mi sangre, los jinetes de mis glóbulos rojos, la mente maestra que de ahora en adelante controlará los hilos de un muñeco. Esto no soy yo, pero pronto lo seré, imagino que tan pronto abandone la playa alguien morirá”.