Tres sueños
- Después de leer a Juliette y sus acrobacias eróticas, no me sorprende el sueño en lo absoluto. Soñé con R. Recuerdo que el sueño era otra cosa pero cambió, repentinamente, cuando entré al pasillo de una de mis viejas cocinas. R usaba un vestido veraniego, era azul y corto, más arriba de los muslos y lavaba platos con su característica sonrisa. Cosa rara. No había imaginado como R lavaba los platos (o si los lavaba, siquiera) hasta ese momento. Pasé atrás de ella, mi mano sutilmente levantó su falda, apenas un roce. Me atreví a más: Sopesé la redondez de sus nalgas abundantes, su piel morena y porosa, ella sonrío encantada. Hicimos otra cosa, dónde había un tercero en su boca mientras yo ocupaba, pues, el afecto de mis caricias. El tercero es un hombre sin rostro, uno de los de Magritte, y como no usaba el traje, podía ver que tenía un cuerpo magnífico. Pensaba, mientras me ocupaba de lo mío, que ese cuerpo le agradaría a R. Le haría feliz. También recuerdo que pensé, como si fuera honesto, que eso le mantendría la boca callada.
- Después de leer a Juliette y sus coreografías perversas, este sueño me sorprende. También fue el último escenario del sueño, en realidad era otra cosa. Puedo decir con certeza, aunque no lo recuerdo, que esa primera parte fue agradable hasta que alguien me regaló un ratón. El ratón era café y demasiado expresivo, como una caricatura. Me lo dieron en una caja con sus agujeros para que pudiera respirar. Que regalo tan… peculiar, recuerdo que dije, a quien sabe quién, y dejé la caja a un lado. El ratón salió de la caja, lo busqué, lo tomé en mi puño y lo regañé. El ratón frunció el ceño, enarcó las cejas muy enojado. Lo regresé a la caja. El ratón salió de nuevo. La operación se repitió varias veces. En una de ellas, el ratón consiguió hacer un agujero en el piso de duela para esconderse pero mandé a Nico a que lo buscara. Ella lo sacó y me lo entregó. Para educarlo, le mojé la cabeza bajo el grifo de un lavadero. El ratón estaba muy enojado.
- Antes de leer a Juliette y repasar sus criminales lubricidades, tuve algún sueño. Sentado en un banco de madera, en la oscuridad, miraba directamente a la cámara. Había un acercamiento lento. Empecé con el cuerpo completo, luego a medio cuerpo (el torso) y finalmente al rostro. Sabía que era él, y sabía que era la cámara. Me atrevo a decir que no era la cámara la que se acercaba. El espacio entre los dos, mejor dicho, se reducía, la oscuridad se comprimía, hasta convertirnos en dos pares de ojos que se funden y luego desperté, pensando que era otro, que era dos, que era ninguno.