Este es un artículo que se publicó en mi columna mensual (La Habitación de Humo) en el número 80 del suplemento Guardagujas, de la Jornada Aguascalientes. Puedes leer el número completo en issu, así como números pasados.

Una vez, entré a mi clase de las seis de la mañana de Introducción al Derecho y mientras trataba de limpiarme las lagañas, y de dominar la mente con algún truco para despertara (ya que para entonces no apreciaba el café tanto como ahora), entró el Pony intempestivamente a dar su clase. Él si había tomado café, supongo, porque no paraba de saludar, de hablar y de tratar de despertarnos. Le llamábamos Pony por chaparrito, así de originales, y quizás por esos rasgos equinos achatados que tenía: una nariz aplastada y los ojos hundidos. Además era un profesor relativamente joven a lo acostumbrado entre las huestes maristas, su edad rondaba entre los 25 y los 27 años.

El Pony siempre iba vestido de trajes hechos a la medida, no se quitaba el saco, ni la corbata. Se tomaba en serio dar la clase, lamentablemente para él, muy divertido para nosotros. Ya bien enterado de la grilla, en alguna clase nos dijo su nombre completo y nos explicó que ese era su nombre para cualquier cuestión legal, si queríamos alguna vez demandarlo, Pony no serviría de nada y luego pasó a señalar a algunos de nosotros, nombrarnos por nuestros apodos seguido de nuestros nombres, para ejemplificar su punto. Su pequeña venganza se convirtió en una feria.

La clase de las seis, con la que comienzo este relato, abrió con una explicación del “deber ser”. No fui un alumno muy dedicado al derecho, no estoy seguro si el “deber ser” se trata de una figura legal o uno de sus tantos terminajos incomprensibles y que requieren una traducción al español sencillo. Deformé la construcción y ese día la convertí en otra cosa. A fuerza de repetición se me pegó: El “deber ser”. Cacofónico, pero simple, y reflexionándolo un poco, es una construcción que me susurra todos los días. El “deber ser” es como una oportunidad bondadosa y sencilla para olvidarse de los caprichos y las ambiciones; lo que dictan las leyes, como un manual parco para la vida: esposo, hijo, padre, hermano en sus aspectos más sencillos de obligaciones y deberes. No se trata de lo que deseo, de mis impulsos o de someterme a los impulsos de alguien más. No soy más de lo que debo.

Es como una red de seguridad. Puedes vivir cómodamente una vida de desencantos y mediocridad hasta la muerte. La ley lo aceptará siempre que hayas tachado los pequeños logros en la libreta: Pagaste tus impuestos, le diste el nombre al hijo, cumpliste las obligaciones nupciales, conseguiste un hogar para tu gente (quizás no el que hubieras querido, pero ahí está) entre un montón de cositas más. La ley es la vida correctamente hecha, haces los logros más básicos de un videojuego. Me pasa, por ejemplo, que cuando siento la amenaza de una ambición formidable, pienso en el “deber ser” y cuántas de esas cosas ya hice, o que otras cosas puedo ignorar, y entonces la ambición se ve más gris, menos necesaria. La ambición se convierte en una molestia, un nido de moscas que nació de un día para otro en una oficina, supuestamente aislada de los parásitos, y qué provoca un placer perverso tomarse el día para perseguirlas con un matamoscas, irlas matando una a una.

Verso de Nervo: “Siento que un Dios anida en mí”, hablé de eso en el coloquio de escritores en Tepic. La ambición, el deseo, la iluminación, la ruptura de la humanidad es un dios (¿Qué Dios anida en mí, el de los gusanos, el de las moscas o el de los pájaros?). El “deber ser” es la humanidad, es lo que nos permite la sanidad entre miles, cientos de miles, de personas que caminamos sin apenas vernos el uno al otro. Es lo que nos permite compararnos con otros, darnos palmaditas en la espalda o la crítica mal hecha y cruel.

Cuando estaba chavo, y me apropié por primera vez de aquella construcción, se me hizo fácil hacer una lista propia de lo que podría ser y ese podría, convertirlo en el deber; Hice una especie de manifiesto personal para que mi vida no fuera tan común, tan rutinaria, tan pobremente condenada al exilio de lo sano y de lo inerte. Por supuesto, es obvio, todos los chavos piensan igual, tienen ídolos en la espera de convertirse en esos ídolos y no se dan cuenta que cuando lleguen ahí, no sabrán después a quien rezarle. También fui inmortal, ahora que soy gente y que sé que puedo morir, el tiempo me ha regalado la oportunidad de preguntarme un montón de cosas, de dudar no sólo de mis ambiciones sino también de mis deberes. Hay días que no sólo me la paso matando moscas, sino que las vigilo fornicar en pleno vuelo y espero, pacientemente, a que nazcan dentro de ésta oficina aislada, quizás se conviertan en pájaros.