Me fijo con placer, mientras leo “La invención de Morel”, como el fugitivo no toca, y se esconde, de los habitantes de la isla porque teme que lo descubran, que lo encierren en alguna mazmorra. Hace mucho, la primera vez que lo leí, prometí fijarme en ese detalle si alguna vez lo releía: ¿El fugitivo cómo actúa con la gente de la isla? ¿Cómo se maneja? También me gusta como habla de “La mujer” (Faustine) como si él fuera un salvaje, un cavernícola, de alguna forma ha regresado a un estado primitivo por llenar su estómago de raíces y la honda soledad que le corroe. Hace un tiempo dije que Bioy me enseñó la fineza. Parece contradictorio con un personaje como el fugitivo, pero así es. Acabaré la novela, y seguramente, estaré esperando la aparición de un segundo sol, pero ya no solamente es el de Bioy, también es el de Wilcok y el de Borges. Un sol artificial que me confunda, la pretensión de que el conjunto, la realidad, es una proyección, es un laberinto, es el caos de un enano manco medio ciego y sordo.