Mucho tiempo renuncié a jugarlo. Me costaba trabajo aceptar que un control exija movimientos bruscos para controlar al tipín que está en la pantalla (y golpear, sobre todo golpear. Mario el golpeador necesita que lo sacudas). Salió en el 2007 y quizás desde esa fecha lo tengo, pero no lo toqué, alguna vez miré como lo jugaban, me pareció bonito, fascinante, pero… el puto control. ¿Además uno tiene que apuntar a las estrellas para robárselas? Ridículo. Eventualmente cedí. Ahora lo juego con una paciencia y un encanto, resignado a que el control dejó de ser control, que ya no estamos atados físicamente al mundo en la máquina, que ya no corremos el peligro de jalar el cable en un arranque de furia y joder la consola, el televisor, el piso. Me pongo la cintita, en la muñeca, como todo un hombre. Pregunto a los hongos donde ir, busco las estrellas hasta donde mi habilidad y paciencia lo permiten, lo juego una o dos horas a la semana, pensando que así está bien, que ahora es mi espíritu el que está atado a la consola, mi aura, mi furia, nos une otra cosa. El juego cuenta una historia paralela, un libro ilustrado de una niña que se larga con una estrella a buscar a su madre por toda la galaxia. Hoy pensé en el Principito. No dudo que la inspiración venga de ahí, los mundos son asteroides circulares, sin incurrir en la crueldad del zorro o la rosa. De repente tomo un hongo que me convierte en un fantasma. ¿Acaso he traspasado al otro mundo? ¿Mario ha muerto momentáneamente para, en el mundo metafísico, vivir otras cosas? No hay que subestimar a los juegos, el pensamiento y las manos están activos durante el tiempo de juego, controlar un mundo ajeno a nosotros, un mundo rico visual y auditivamente. No sólo son para un tiempo de ocio, también son creación, pensamiento, incluso a un viejo ocasional y renuente, como este, le inspiran una multitud de cosas.
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