Tienes que matar al dragón, pensó Mateo, tienes que matar al dragón. La fuerza de su improvisado rezo lo impulsó a saltar contra su adversario y, aunque él no lo supo, lo alcanzó ayudado por la suerte de unos cálculos misteriosos, ajenos. La primera bola de fuego salió mal, salió debilitada por la arrogancia del dragón verdadero y apenas chamuscó su brazo. El dolor era intenso pero debía soportarlo si quería sobrevivir al encuentro. Las alarmas empezaron a sonar tan pronto dio la primera puñalada en el estómago del animal. Querían entrar a ayudarle pero no debía permitirlo. Él tenía que hacerlo. Sangre caliente, rojiza y negra como lava, saltó en un chorro hacia la ropa de Mateo. Quemaba. Su adversario no lo dejaría salir ileso de ello.
El dragón se reía.
Risa que fue detenida con la técnica acostumbrada del carnicero por empuñar el filo hacia la garganta y cerrar el hocico. Freitag, el dragón cuyo nombre jamás sabría Mateo, murió satisfecho.
El carnicero tampoco sabría que estudiarían los videos, y que sus compañeros aprenderían a imitarlo, porque lo necesitarían para sobrevivir a la oleada de dragones viejos que se aproximaba. Después de una cantidad lamentable de muertes se vieron obligados a mejorar sus cuchillos, casi convirtiéndolas en espadas grabadas con símbolos sagrados. Sus delantales manchados de sangre seca se convirtieron en armaduras de asbesto y filigrana; el accidente los convirtió en caballeros, en matadragones, para una época donde se creía imposible. Pronto cambiarían las cosas, y como cambiarían, en la habitación de los hambrientos.
Pero esa es otra historia, como diría Ende, y quizás se cuente en otra vida muy ajena a esta, así como quizás sabremos porque Casiopea, y las guías de otros, sabían de sobra quienes eran los dragones y porque la tecnología servía para resolver la identidad de los supuestos mitos.
Mateo no repetiría su hazaña, aunque sería recordado como un héroe, el santo, porque era demasiado tarde para él. Su fantasía de convertirse en el heredero de San Jorge se vio glorificada cuando la sangre del dragón cayó en su piel, en su rostro. Penetró hacia la carne, abriendo los poros, los tejidos, las venas. Los gritos no alcanzaban a reflejar el dolor pero duró poco. Algo tenía aquella sangre mitológica que, aún con el animal muerto, buscaba el cuerpo del homicida, se incrustaba en él, lo quemaba y gradualmente lo convertía en cenizas, en una estatua que rompería en polvo a la más débil brisa.
Tal fue el destino de Mateo, quien sería conocido como el escudo de San Jorge.