Ah, mi buen señor, ya era hora de encontrarnos. Pero qué veo entre sus manos: ¿un cuchillo?, ¿un rifle?, ¿una hoz?, ¿una manzana? Es el hambre la que nos pone metafísicos. Oh… no me dirá que ha venido aquí con una intención asesina. Sufrirá una decepción y, en otras circunstancias, quizás en otra vida, lo dejaría intentarlo, a ver si usted puede descubrir el color de mi sangre porque el de la piel ya la conocemos todos. Si tan sólo su existencia no me interesara tanto permitiría que diera uno o dos golpes. Que le quede claro: mi curiosidad abrió la puerta que usted ha atravesado. Entre. Deseo que platiquemos sin accidentes. De ser otro habríale provocado un accidente sin el menor empacho y su vida culminaría con la misma tristeza y el dolor que cuando empezó, según las páginas que algún autor se habrá ahorrado.
¿Calor? Quítese esa chaqueta, esa chamarra, el delantal, el disfraz de verdugo. Está entre amigos. Desnúdese porque después de mí, su vida no será la misma.
¿A poco necesita la “guía” esa para comprender quién soy? En qué se han transformado, humanitos ingenuos, que deben confirmarlo todo a través de una pantalla antes de dar un paso. ¿Qué le ha pasado a la aventura, a los accidentes? ¿Por qué niegan tanto el placer de toparse conmigo sin saber, sin esperar? Y repare un momento en la paradoja: algunas veces entran a mi casa a través de esa pantalla. Llegan sin aviso; no se molestan en alzar la mirada para ver el lugar donde se encuentran; murmuran enloquecidos mensajes encriptados a 256 bits creyendo que solamente están hechos para sus ojos. Entonces debo tocarles el hombro a esas personas, mirar sus pantallas como si fuese un espejo y decirles, apaga tantito tu cosa esa, que vamos a platicar, me encanta platicar con mis visitantes. ¿Casiopea dice qué se llama? Qué increíble, hasta nombre le ha puesto. ¿Seguro qué no tenía otras opciones? ¿Y por qué usted debía llamarse Mateo? ¿Por qué siempre se llama Mateo? ¿No se cansa?
Fíjese que yo soy un accidente, la primera vez soy una sorpresa pero después soy un gozo, una molestia, una mosca que se ha posado en su libro y le hace preguntarse: ¿cómo diablos (ay, esa palabra) voy a creer que aquí se encuentra este camino, de todos los posibles? Pero, necesariamente, debo existir en todas las historias. A veces sólo soy una brisa, a veces sólo soy un artificio, pero me encuentro en todas, incluso en las que no debería estar.
Soy y no soy.
Estoy aquí para interrumpir una mentira y comenzar otra. Siempre lo sabrá por el número, sí, ese que está allá abajo. O arriba. No sé dónde me pongan pero la cuestión es lo de menos. Por el momento sólo puedo ofrecerle dos opciones. Pero no puedo facilitarle las cosas, mi buen señor, porque no soy el que construye caminos, al contrario, soy quien los destruye.
Mire… trueno los dedos y usted es un millonario, usted es un hombre de familia, usted es la madre más orgullosa del mundo, usted es la primera mujer, la perfecta, la que desapareció de los libros y usted es un perro que vive feliz en la casa de sus amos, usted es el zanate con el silbido más estridente de todos, usted es el primer cuervo que aprendió el lenguaje de los humanos, usted es un cacto que camina buscando la salvación de su alma.
Trueno los dedos otra vez y su existencia se difumina: ahora es la sinfonía oculta de Mendehlsson, esperando ser encontrada en unos cien, doscientos años más; es las primeras gotas de lluvia después de la sequía que está a punto de matar un pueblo; es la risa que salva una vida antes de que esta salte a un puente.
Lo eres todo (¿importa que te llame de tú?, creo que ya sabes mi nombre, yo con certeza me sé el tuyo), pero no puedo permitirte que lo vivas sin antes firmar un contrato por tu alma. Y toma tiempo urdir estas mentiras. Firma las hojitas, las cinco copias, al calce por favor.
Por lo pronto, y sugiero que me creas, desconfía de las cadenas y de los látigos, de los ríos de mierda, de los lamentos y de los gritos, de las piedras que nunca alcanzarán la cima, no hagas caso a todo eso y por lo pronto, insisto, te digo al oído, tan cerca como si fuéramos amantes, dueños de un secreto dulce y tan íntimo que duele, hazme caso y no trates de descubrir la única puerta oculta que te sacará de aquí, hazme caso para que la personita aquella que cree controlarlo detrás de una pantalla (o de una hoja de papel, es lo mismo, ambos son como puentes, ¿no lo crees?), como muchos tontos hay que no las abandonan hoy en día, que tú viviste y moriste felizmente. Con eso basta. ¿Cuántos encuentros conmigo, realmente se sabe, no han sido felices?