Dalila estaba en el centro, desnuda y mirando a su alrededor. Parecía que buscaba a alguien. Mateo se aproximó al escenario y, a mitad de camino, sus ojos se encontraron. Ella le sonrió. Ven, dijo con un gesto y Mateo se olvidó del pudor, se desnudó en la oscuridad, en medio de un puñado de extraños y luego caminó a la luz para compartir su cuerpo con los otros, los actores improvisados de una obra. Llegó a Dalila. Le tomó la mano.
—En dos minutos inicia la siguiente función. Esta es la primera llamada —dijo una voz.
—¿Te sabes el poema? —preguntó Dalila en un susurro.
—No muy bien.
—Yo sí. No te preocupes. Sigue mi ritmo. Sé mi espejo.
Mateo no esperaba que su primer encuentro fuera tan libertino: desnudos, en un escenario, siendo estudiados por ojos extraños que, resguardados en la oscuridad, podían hacer lo que quisieran de ellos. Estaba tan preocupado por su desnudez que ni siquiera admiró la de Dalila. Otro ya hubiera reparado en sus proporciones, su carne. Los ojos en la oscuridad, por ejemplo. Toda la respiración de Mateo, el sudor y el calor se concentraban en la mano que tomaba. Trató de recordar el poema de Sabines, de haber tenido a Casiopea se lo hubiera preguntado. Pensó en Nico. Que gracioso sería si él estuviera en la multitud, observándolo, riéndose de él. Sin ganas de ofender pero que, precisamente por esa inocencia, dolía más. La segunda llamada. Mateo miró a Dalila a los ojos. Ella le apretó la mano.
—Sé mi espejo —repitió—, y cuando salgamos de aquí sabremos si somos el uno para el otro.
Mateo tenía miedo: que rápido había saltado a las vías del tren. ¿A dónde se escondió su cinismo cuando más lo necesitaba? Su humor, le pareció, era una hiena que tenía ganas de morder algo, de reírse, de huir para buscar la protección de la manada. Debía dominarse. Era la primera vez que actuaba para un público. Trató de recordar las primeras líneas del poema de Sabines, para seguir lo que hiciera Dalila pero el miedo, la hiena, estaba a punto de dominarlo.