Mateo cerró el libro por los gritos de Nico, quien estaba asomada por una de las ventanas de la biblioteca. Los aviones morados pasaban sobre ellos y liberaban unas bombas sobre la mansión de la fiesta perpetua, la cual ardía en llamas. Cuerpos chamuscados y apenas con vida, se arrastraban entre los escombros para salir a morir en libertad, sin el cielo oculto por un edificio quebrado, destruido.
Los aviones pronto llegarían a bombardear la biblioteca donde estaban Nico y Mateo.
Mateo, quien tenía una educación y una sana imaginación fundada en libros, sabía que lo ocurrido era, de algún modo, su culpa. Al haber leído el libro y escogido ese destino para un súper héroe desconocido, había permitido el desarrollo de los planes de algún súper villano. Uno qué, como la mayoría de los super villanos, prefería el morado para destacarse entre la multitud. También como poseía una dosis saludable de ironía y cinismo, sabía que era demasiado tarde para hacer algo al respecto. Nico se abrazó a él mientras a Mateo se le ocurría, el libro rojo en sus manos, que había descubierto el poder de un dios accidentalmente. El problema era que ese mismo accidente no había permitido una segunda oportunidad.
O quizás sí. Todo dependía en la fuente del poder: no sabía si se trataba de los libros, de la biblioteca, de la fiesta perpetua, de la inocencia de Nico, el silencio de Casiopea o la combinación de varios. Quizás tenía una oportunidad para salvarse del predicamento en el que se encontraban. Los cínicos, también se le ocurrió, son los optimistas más recalcitrantes cuando arrostran un final verdadero.