El Gerente, en mayúsculas porque otro nombre no se le conoce, de la Habitación de los Hambrientos (sic), además de ser un administrador hábil de tiempos y de urgencias y un íntimo lector de las aspiraciones humanas profesionales, era un ávido fanático de la lucha libre. Por eso la practicó desde muy pequeño, en uno de los gimnasios de la Guerrero donde se entrenaron gladiadores despampanantes como el Rayo Tricolor, Humanitas Rex y el Niponés de la Buenos Aires; su entrenador fue uno de los primeros luchadores en ser llamado a pelear a Japón, y el diseño de su máscara sería una de grandes inspiraciones para artistas y dibujantes, que aún hoy en día tratan de incorporar su diseño a sus propios personajes.

Como todos sabemos su nombre, sería un insulto nombrar a semejante héroe del imaginario nacional pero basta con decir que él fue quien entrenó al próximo oponente de Mateo, sí, aquel a quien legó sus mejores técnicas secretas.

El Gerente no necesitaba ninguna valiosísima técnica secreta para vencer a Mateo. El pobre muchacho, al saber que su oponente era el Gerente, se arrodilló frente a él y le pidió perdón. Era el destino, pensó Mateo, ya que había visto las primeras peleas del Gerente en la Arena Caracoles, en Iztapalapa. Desde entonces, se hizo uno de sus primeros leales fanáticos por sus méritos como luchador: peleaba con una elegancia insuperable, un delicado y apreciable respeto a la técnica de la vieja escuela. En algunas de las fantasías agradables para pasar el rato, Mateo soñaba con ser testigo de cómo el Gerente sobrepasaría a su maestro, con gracia y caballerosidad, en la misma pelea donde lo enfrentara para adquirir su máscara.

El hijo vencerá al padre, había pensado Mateo, por eso no debía ser él quien venciera al Gerente.

Por eso no protestó cuando el luchador lo agarró con sus tremendos brazos y lo alzó por encima de él. Mateo sintió el vértigo de las mil vueltas y luego la nausea de salir volando repentinamente por los aires. La gente clamaba el nombre del luchador y escupía en el nombre de Mateo. No importaba. Quería ayudar a su héroe. Lo último que vio, antes de perderse en un placentero sueño, fueron los ojos brillantes tras la máscara del luchador. Un puñetazo lo hizo dormir y soñar con el futuro: él sería, sencillamente, un espectador más clamando el nombre de un verdadero guerrero. Esta había dejado de ser su historia.

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