Soñé con alguien de otra vida, una mujer que nunca me importó. Nos encontrábamos en un bar de rednecks en algún lugar de la Ciudad de México. Ella tenía su laptop abierta, alcancé a fisgar un mensaje: “Entonces deja de buscar”, pero ella respondió: “Ya encontré con quién” y cerró la máquina. Ella quería coger conmigo en el bar, abajo de la mesa. Se quitó los pantalones. Yo bajaba la mirada. Los otros clientes nos miraban pero ellos, al parecer, también tenían sus propios planes lascivos. Los rednecks se abrazaban entre sí, se tocaban. Salgamos, le dije, vamos a platicar. Caminamos por un barrio pobre de arquitectura imposible. Cubos sobre cubos dispuestos en raras configuraciones y, a cada vuelta, buscábamos algún lugar abandonado para concluir lo que apenas empezamos. (Una imagen agradable del sueño pero que se evaporara como todo lo demás cuando termine de escribir esto: su cabello largo que caía sobre su espalda morena, sí, lo recuerdo, creo que era lo único realmente bello que tenía). Nada. Tan pronto ella se bajaba los pantalones o yo le alzaba la camisa, sentíamos la mirada de alguien: una pareja, un anciano, una niña de secundaria. Le sugería que fuéramos a un hotel, por fin, que dejáramos el plan de peatones promiscuos y ella asintió. Salimos de la vecindad cuando, a unos ciento cincuenta metros de nosotros, un hombre de máscara gris cortó el cartucho de su pistola. Tenía la certeza de que nos buscaba a nosotros. Corre, le dije, corre tanto como puedas y ella me hizo caso. Me dejó atrás. Pensaba: para salir de esto solo tengo que despertar.
