Me gustaría hablar de la muchacha de vestido blanco pero no la conozco. Entonces recuerdo a algunos de mis engendros. Los cuervos, por ejemplo, no soportan el calor y como para ellos es insoportable, constantemente se empuercan en charcos de agua fría y miran a las muchachas de vestido como si el deseo les pesara.
Me convierto en mi propio personaje cuando salgo a caminar y termino siguiendo a una que otra muchacha, solo porque usa un vestido y yo estoy harto del calor. No sé si quiero acariciarla por debajo de la falda o robarle el vestido para sentirme más fresco.
Recuerdo mis pocos días en Villahermosa, donde encendía un cigarrillo y el calor, diez grados más arriba, evaporaba cualquier noción del ser, de la consciencia. Supongo que así se siente no existir, o simplemente existir, caminar bajo un mar de rayos solares, donde los blancos son demasiado blancos y la reflexión son dos huevos estrellados sobre una banqueta.
(Pero esos días de mucho sol. Demasiado, demasiado).
Estamos a unos veinte días de que inicie oficialmente la primavera. Ayer, mientras traía a mi sobrino en los hombros, me acerqué a algunos árboles del parque y él extendía sus pequeñas manos para tocar las pequeñas flores. Una voz ancestral se apoderó de mí: esto se llama bugambilia, este otro se llama cedro y este que deja un fino polvo entre tus dedos, es un árbol de dolar.
El niño me respondía con el oscuro lenguaje que tienen todos los niños.
Recuperé un poco de dignidad, quizás sea suficiente redención para una tarde de domingo: en vez de perseguir a un espejismo de piernas largas, tuve el súbito impulso de enseñarle a un niño el don del lenguaje.