Anoche, mientras esperaba que embolsaran el pan, Sol tomó mi rostro y súbitamente me dio un beso. Durante toda la noche y parte de esta madrugada, he pensado en ese momento de amor espontáneo. Fue más entretenido lo que pensé justo después de recibirlo: “Algo habré hecho bien”. Como perrito que recibe su galleta.
Traté de hacer un recuento del día, de las cosas buenas o gentiles que hice, busqué alguna que fuese especialmente agradable para ella. Difícil. ¿Qué puede haber de bueno entre todos mis episodios malhumorados que tengo (cuando escribo, o cuando arreglo un texto, o cuando me quejo de la mala educación de los ciclistas)?.
También existe la posibilidad, en realidad, que fuera un meditado, bien preciso, momento de crueldad porque antes del beso, imaginaba la torta enorme que me prepararía con el pan rústico del walmart. Cual héroe televisivo mexicano. Ah… debieron ver ese pan. Era el padre de los bolillos. La misión del beso era quitarle sabor a mi gula, redirigir el pecado y la educación sentimental a otra parte: al cuerpo en vez de la comida.
El beso fue un recuerdo: somos tal para cual.
De cualquier modo, decidí suspender dicho beso en el tiempo (Facebook, santo patrono de los momentos suspendidos y triviales), ese pequeño enigma. Quizás pasados unos años, cuando vuelva a leer esto, decubriré lo que hice bien.