A menudo te miro y me pregunto qué clase de sexo es el tuyo. Sólo porque me gusta preguntarme, sólo porque me gusta mirar. Así son algunos misterios y en el camino del misterio, vienen los pensamientos soeces y burdos, las penetraciones inmediatas y la pronta satisfacción de una posesión. Pero primero es la pregunta. ¿Qué buscará? ¿Por dónde? ¿Cuánto desea este sexo o el otro? ¿Cuáles son las palabras mágicas para cocinarle los sesos?

Qué chistoso. Tengo 33 años y todavía pienso que existen las palabras mágicas para lograrlo todo. Esa mentira me mantiene escribiendo. Tengo la idea de que si practico lo suficiente, si puedo lijar las rebabas de mi propio lenguaje, conseguiré darle un valor místico, arcano, uno impuro que abra todas las puertas del mundo. Me pregunto si todos los escritores somos así. Me pregunto si, a pesar de que muchos jugamos a que somos un hato de cínicos, creemos en las palabras como un conjuro infantil para abrir la habitación de los caprichos veniales…

Escribir es una distracción. La única magia que convoca, además, es el deseo, es que te pongas la máscara para que otros podamos tomarte. Escribir es ofrecerse desesperadamente para que lo tomen a uno. Sí, quizás.