El domingo me robé unas servilletas. No piensen mal, de verdad fue un robo. Así fue porque en vez de tomar una, como lo haría cualquier persona prudente, para envolver mi vaso de café, me llevé una docena. Me sentí culpable. Nunca tomo tantas. Nunca tomo. Nunca. Ya estaba en las escaleras eléctricas. Me dio vergüenza regresárselas a algún barista. Lo imaginé, a todo detalle, pero no lo hice. Decidí ser un criminal. Pero una vez, nomás una. Pensé que podría vivir con ello.
Pero no podía. Necesitaba saber algo. Al día siguiente, en el mismo café, me llevé dos docenas. Miré a la barista a los ojos. Pensé que me detendría pero a ella no le importaba. Una servilleta tras otra, no dijo nada pero me miraba extrañada. Estaba a punto de llamar a alguien de seguridad. Preguntó si quería algo más. Yo hice una cara de espanto. Huí. Ya tenía treinta servilletas. No sabía qué hacer con ellas pero me lamentaba. Sí, me lamentaba. Siempre fui un tipo sensato, un tipo consciente. Nunca tomé una servilleta que no necesitara, es más, a veces prefería limpiarme en mis pantalones que llevarme un trozo de papel.
Usar una servilleta, para mí, es peor que un sacrilegio. Usar una servilleta es celebrar un pedazo muerto del mundo.
Cuando yo no tomaba una servilleta, creía que hacía del mundo un lugar mejor. Honestamente creía que paraban las máquinas. Imaginaba a un ingeniero asiático, en algún lugar del mundo donde los árboles se transforman en palillos, ajustando las cantidades de producción porque un tipo como yo, y otro puñado de alegres anónimos, nunca tomaban sus servilletas porque preferían consumir el agua potable en una lavadora. O algo así. Dios santo. No quiero pensar. Decía: me gustaba ser un criminal. Me gustaba y no importaba. Era lo mismo que si fuera un santo, ¿me entienden?
Pasé por todos los cafés y restaurantes. Consumí lo mínimo. Me llevaba trece, veintiuno, treinta y cuatro servilletas y nadie me reclamaba. Algunas veces me regalaban otro puñado cuando me iba. La gente me veía como un tipo raro, mis manos rebosantes de servilletas, pero el crimen, que me estaba dando un gozo insospechado, se pagaba a través de miradas y escuetos reproches. Entonces me di cuenta que en mi vida siempre fui un infeliz y que ahora, a pesar de mi súbita felicidad, sólo podía ser un mezquino. Era tan blanco o tan reciclado como los papeles suaves en mis manos. Debía usar las servilletas para algo.
Empecé a tener ideas. Sopesé destinos varios para mi nuevo rito de acumulación. No, no cometí la falta de escribir cuentitos o frases motivadoras en las servilletas, eso sólo lo hacen los imbéciles y los enamorados. Bueno, y quizás, un Poeta-Dorado-De-Verdad. Pero entre mil imbéciles y enamorados, sólo existe un Poeta-Dorado-De-Verdad y no quise arriesgarme con las estadísticas. Ya era un tipo con suerte. Porque había visto otros casos donde un imbécil como yo intentaba llevarse un montón y le echaban bronca. Yo era único. Debía serlo.
Después de tanto pensarlo, de ser un ladrón dedicado y paciente, junté suficientes servilletas para llenar una recámara. Entonces compré mucho resistol. Litros. O kilos. ¿Qué será? No importa. Botes y botes de resistol. Tenía una idea muy loca. Una idea que me costaría la vida y, además de ser feliz, y un ladrón mezquino, quizás podría ser un héroe. Ese maldito ingeniero asiático, todavía no me decidía si chino o coreano, ese rostro adusto e inconforme esta vez sí pensaría en mí para corregir sus cálculos en la producción de servilletas.
Empecé a construir mi casita. Paredes blancas y brillantes por el resistol. Capa tras capa de patrones varios, logotipos y flores de lis. Mis vecinos se asomaron pero no hicieron nada. Tuve que aumentar mis robos porque necesitaba más habitaciones. Bueno, se me ocurrió, ya que era un mezquino y un ladrón, que en vez de hacerme una casita podría hacerme una mansión. Y por qué no. ¿Qué lobo vendría a soplármela? Durante varios meses fui genuinamente feliz. Una felicidad verdadera porque construía mi casa con mis propias manos. ¿Saben a lo que me refiero? Pero tampoco podía ser enteramente feliz porque era un ladrón, y pronto el dictador de mi propio país, un país blanco que engulliría al otro, y nadie me detenía. Nadie me detenía. Era increíble. Lo mío era una bendita falla genética. Me llevaba las servilletas de los supermercados, se las quitaba de las narices a los niños y a los políticos, me robaba los paquetes de los viejos pero a nadie parecía importarle. Era una falla de la realidad. Era un verdadero milagro.
Cincuenta y cinco habitaciones después, en mi mansión blanca, creo que encontré algo de paz.
O eso creía porque una cosa es tener mil servilletas, y ya, la cosa de Kant pues, a tener mil servilletas y de repente las transformes en una mansión porque te dio la gana. Hablaron de mí en los periódicos, vinieron algunos reporteros, la policía se paró afuera pero nadie se decidió a tocar el portón de kleenex. Los testigos, al igual que yo, encontraban un truco o una trampa hipnótica en la estructura de una mansión que, bueno, si uno la veía desde afuera, más bien parecía una torre. Querían hablar conmigo pero sospechaba, y tenía razón, que la única manera para resolver esta abominación sería la violencia. Mi torre era una de las gachas, de esas que aparecen en cuentos crueles y laberínticos. ¿Sí saben cómo? A pesar que era blanca, uno se daba cuenta que no era de marfil y que expelía un aura siniestra, sobrenatural. Así lo cuento porque así la vi, de adentro hacia afuera, en las fotos de los periódicos y en las imágenes de mi televisión hecha con regio. Trataba de reconciliar esas dos verdades: se me estaba pasando la mano pero tenía que seguir hasta las últimas consecuencias. Estaba fregando las cosas de maneras insospechadas pero como nadie sabía decir por qué, ni siquiera yo mismo, nadie podía detenerme.
Como nadie encontraba una manera de romper mi locura, los hombres recurrieron a la violencia. Mandaron un tanque. Algún personaje sensato y cuerdo se despertó y en concilio con otros rostros oscuros, pero sabios, dijo: no podemos permitir que una persona se haga su propio yggdrasil con dos toneladas de resistol y sabe dios cuántas servilletas en su puños. Y la verdad tenía razón. Yo me hubiera salido a ayudarle, patear mi blanca morada, pero mi cuerpo estaba muy concentrado en la tarea. Sí, quizás era infeliz, y mezquino, y no estaba preparado para esos extremos pero definitivamente estaba fascinado y quería continuar hasta donde fuera humanamente posible. Era presa de un trance divino o cósmico. Quería saber la verdad. Además había logrado hacerme un nombre. Seguro escucharán de mí. Seguro verán mi apellido en alguna revista de rarezas.
El tanque llegó muy temprano junto con un convoy. Me asomé por la ventana. Quería ser testigo de mi propia destrucción. Híjole, qué apaciguado y definitivo me escucho pero digo la verdad. Aunque mi casita del árbol ya tenía 987 ramificaciones y 10946 habitaciones, estaban hechas de papel. No iban a resistir el embiste de una bala de ese calibre. O de cualquier otro. Los miré cargar el tanque, los miré gritarse órdenes, los miré prepararse y, sólo después del silencio absoluto, alguien dio la orden de disparo. El proyectil rugió como una bestia súbitamente enfurecida. Yo esperé la hecatombe de mi mundo frágil. Primero fue un temblor muy chiquito. Pero nada se rompió. Todos estábamos muy sorprendidos. Las pinches servilletas y el resistol se chamuscaron tantito. El milagro me dio la soberbia de un espíritu; con apenas mil servilletas y una inspiración divina me construí mi propio rifle de precisión. Mojé las balas de papel con mi lengua y disparé.
Salieron corriendo los militares pero las cosas no se quedaron así. Enloquecí de poder y de furia. Les gritaba barbaridades a los señores para ver si se atrevían. El Presidente, ya se lo imaginarán, bien enojado, mandó a unos supuestos mercenarios para que apoyaran al talento nacional. Pero nadie podía tirar mi casa. Nadie podía tirar la resurrección de un árbol del mundo, la primera pieza resucitada de la tierra. Me reía mientras aniquilaba la dignidad de mis oponentes con bolitas de papel ensalivadas que golpeaban sus frentes, sus caras, o se les metían por las bocas hasta la garganta. No sólo ustedes pueden tener su casa blanca, hijos de la chingada, les grité muy machito, muy valiente, con muchas ganas de hacer un chiste político y a los que no me aplaudieron, les disparé con mi cañón de servilletas empapadas en mucosidades y fluidos varios. No era feliz. Pero era poderoso. Finalmente era poderoso.
Después de muchos días y muchos noches, alguien tuvo una idea. Miré a través de mi telescopio hacia la base militar instalada, donde muchos buenos muchachos perecieron de vergüenza y algunos malos todavía sobrevivían. El conjunto se veía muy serio, hasta preocupado. Entonces lo vi. Era igual como lo había soñado: su bata blanca, su playera polo morada, el bolsillo del frente con dos plumas y una libreta. Se ajustó un casco naranja, limpió sus lentes de nácar y empezó a hacer cuentas. Yo asomé la mitad del cuerpo y le enseñé los dientes. No me pude resistir. Ahora sí, verdad, hijo de puta, recabrón, ahora sí piensas en mí, asesino del mundo, destructor de Gaia, ultrajador de bosques, maestro del cuatro por cuatro imperial para los mocos, el escupitajo y el semen del impío. Y ese maldito hombre asiático me regresó la mirada. Sacó un altímetro y una navaja. Ya estamos aquí, le grité, como si fuéramos amigos que estaban destinados a una riña de muerte pero el hombre no se inmutaba. Tomé un puñado de servilletas y les escupí encima. Que sea lo que Dios quiera, pues.