Mi esposa tomó la mano del muchacho. «Si te retrasas en pagar la renta, ya nomás le hablo a tu papá», dijo ella entre risas. Yo me hice a un lado, dejé que el encuentro ocurriera entre recuerdos y tabajqueñismos. Así son ellos cuando se reencuentran: rememoran con tenores cálidos y francos, como en Veracruz, pero tienen una suavidad y un ritmo que no he visto en otra parte. Algunas veces, se me ocurre, los tabasqueños sólo entienden a los tabasqueños. Me parecen huérfanos y vagabundos de un México inmenso, caminantes que abandonan su tierra para entrar a un yermo de sangre y de vicio. No es que su tierra sea distinta: son la frontera entre el narco y la mara; pero la mayoría de los tabasqueños que he conocido me parecen hormigas enfocadas a una sola tarea: hago mi deber, y si hago mi deber, no tengo por qué temer ningún mal y todo lo bueno vendrá. Mi esposa estrechó la mano de E, y le entregó las llaves de la casa. Después abrazó a L, la hermana del muchacho.

En el camino a casa, mi esposa me contó de su niñez en Ciudad Pemex (sí, tiene ese nombre) y la transición a la ciudad, gran ciudad en aguas, de Villahermosa. Me contó de L y luego me contó de E. Era un niño cuando recién lo conoció. Mi esposa estaba feliz. Era una buena coincidencia. La vida nos daba un mensaje, una palmada en la espalda. Buenos muchachos.

Traté una sola vez con E. Me pareció un muchacho apuesto y, quizás, demasiado tranquilo. Me gusta la apariencia relajada de ciertas personas. Su aspecto era desaliñado: tank top, pants, no se había recortado la barba y el bigote en quién sabe cuántos días. Venía en bicicleta. Llevaba en una correa a su pitbull gris de ojos claros. El animal me pareció formidable, hermoso. Nos estrechamos la mano. Miré sus ojos: un poco caídos. Mi esposa habló con el muchacho, recibió el dinero de la renta y se fue. Tiraba del perro con ayuda de su bicicleta. Fue la primera y única vez que traté con él.

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E rentó la casa en el número 10. Vivía en la misma casa donde mi esposa y yo iniciamos la vida matrimonial. En ese huevo rojo y azul hicimos un montón de promesas. Recordé como conocía las ventanas, los ruidos de mis vecinos y las largas caminatas para llegar a la civilización. En ese huevo, bueno, perdí dos años de mi vida y recuperé otros dos, cuando me apropié de mi destino (otra vez) y me puse, de una buena vez, a escribir. También fue la primera casa de mi perro, el de ojos tristes y mi primer animal guardián, perro vagabundo, quien me ayudó a suavizar la lentitud de los días en nuestras largas exploraciones.

Era una buena casa. Era un huevo pero fue nuestro hogar. Teníamos esperanzas: quizás por mucho tiempo sería el hogar de E.

Un día tocaron a nuestra puerta. Yo ni me había bañado y mi esposa desayunaba. Era la novia de E. Escuché a medias a ambas mujeres mientras me vestía. Unas llaves. La puerta. Mi esposa subió las escaleras. Me dijo que la chica estaba muy alterada, que se había asomado por la ventana y encontró a su novio en el piso. Los dos nos quedamos en silencio un momento. Mi esposa dijo que iría para ver si podía ayudar en algo. Le prohibí ir sola. Ya en la camioneta le dije: «creo que lo peor es que E se haya metido un ácido o alguna chingadera, y está malviajando». Para mí, bueno, en ese instante, era la peor posibilidad. Cuando llegamos a la casa, la vimos acordonada. Listones amarillos, dos autos de policías, uno de peritaje.

E murió.

E fue asesinado.

Una vecina preguntaba, medio histérica, por qué no se habían escuchado los balazos. Eventualmente sabríamos que fue con un martillo.

Mandé a mi esposa a la casa, por su celular, para que hablara con su familia mientras yo me quedaba por cualquier cosa. Ella subió a la camioneta y se fue. Yo miré a la gente, a los policías que le preguntaban a la gente. La vecina histérica continuó su propia historia. Se tiró al piso y empezó a decirle a quien quisiera escucharla: ellos trataron de entrar a mi casa, dijo la señora, yo escuché claramente que alguien trató de abrir mi puerta y como no pudieron, se fueron a la casa de enfrente. Ellos. Los hombres vacíos, los hombres sedientos de sangre y destrucción y lo ajeno. El inicio de una novela de terror y lo incorpóreo.

Miré a L. Miré a la novia de E. L entraba continuamente al jardín de la casa por alguna razón, mientras que los policías seguían entrevistándole. Yo, mientras tanto, pensaba que debía acercarme a la casa, que debía verlo por mis propios ojos, que debía buscar alguna excusa para mirar el cuerpo, mientras que otra voz, una voz que nunca había escuchado, una voz profundamente sincera frenaba mis impulsos: no lo hagas, ya perdiste algo, también perderás esto.

También perderás esto.

Me quedé atrás. Un policía se acercó a mí. Era el policía que mandaban a todas partes con su bloc de notas a tomar datos y declaraciones. «Me dijeron que usted es el propietario». «Mi suegro» corregí, «pero nosotros recibíamos el dinero de la renta». Me hizo las preguntas de rigor. Me preguntó también qué había estudiado. Unibersidá, anotó.

Después de aquel día viene un largo proceso de meses, de entrevistas, de salidas y de charlas con la familia de L, y también con diversos practicantes de la ley. He tomado notas. Cómo no hacerlo. Pensaba escribir algo, quizás una novela breve. O quizás nunca lo toque. Hay quienes escriben de muertos y asesinatos con una soltura, una pasión y un amor desmedidos. Quizás aquella voz que me detuvo y me impidió ver el cuerpo, jodió mi vida y mi carrera como escritor del crimen. Antes, cuando decía que el sistema era un infierno, lo decía con la sonrisa del que realmente no conoce los alcances. Hoy tengo un poco más de respeto. A pesar de que no soy el asesinado ni el asesino ni la familia del asesinado, he sido testigo de una comedia de errores y no sé cuántos círculos del infierno. Todo lo tengo anotado en un cuaderno. Es material que reposa, que se marina, que quién sabe a dónde irá a parar porque no he tenido pesadillas, sino que esta violencia, como muchas otras, poco a poco se ha instalado en mi vida, en mis días, de formas insospechadas pero certeras.

Hace unos días, por fin, nos entregaron la casa. Entró un licenciado, una pasante y el cuñado de E a hacer el inventario de las pertenencias. Tardaron una hora mientras mi esposa y yo esperábamos afuera. Finalmente salieron. «Vengan», dijo la pasante. Firmamos la declaración y recordé cuando yo firmaba los contratos a modelos y actores. Eso era una vida mejor. Mi esposa quería entrar para ver la casa, si necesitaba algún arreglo, pero le dije que se quedara atrás, que yo entraba. Si alguien debía ver algo y acumular un pedazo de pesadilla ajena tenía que ser yo.

El cuñado de E me acompañó y, poco a poco, me fue contando más cosas pertinentes al caso. Mientras tanto yo miraba las telarañas, las croquetas del perro que quedó con estrabismo por tratar de proteger a su dueño; miraba los sillones rajados con navajas por el proceso de peritaje para buscar más pistas, o culpables, o manchas; miraba la efigie de un dios cuadruplicado: el noroeste era Cristo, el noreste era Buda, y en el sur había una combinación de rasgos haitianos con iconos prehispánicos. La mirada del dios de cuatro rostros me seguía indiferente mientras atravesé la sala y miré la sangre. «Aquí sí se aprecia bien la proyección» dijo el licenciado, «¿ya te había tocado una de esas?». Yo admiraba, como un turista accidentado, el lago hemático según lo habían llamado los policías y trataba de comprender cómo el cuerpo de E se redujo a una mancha, una plasta demasiado real de carmesí y de pintura blanca.

Así que eso fue lo que perdí.

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