Rutina: saco a pasear al perro a la 1:30 de la tarde. Paseamos unos cuarenta y cinco minutos. Así lo prefiero porque Nico se cansa con el sol. A veces la saco en la noche y todavía tiene energía, y me ladra, y corre de un lado a otro, y salta encima de mí y me empuja y entonces yo le ladro, corro de un lado a otro, mi corazón se cansa, necesito un cigarrillo (aunque ya solamente fumo cuando bebo y casi nunca bebo), caigo sobre Nico y duermo hasta el siguiente día. Como decía: prefiero sacarla de paseo a medio día para que el sol la deshidrate y se canse de verdad.
A esa hora, en el trayecto, siempre nos encontramos al señor de la basura.
Un día se animó a separarse de su camino para saludar a Nico y desde entonces, cuando Nico lo ve, para las orejas y espera impaciente a cruzar su camino con él. Para Nico, el señor de la basura debe ser algo parecido a un regalo: toda esa maraña de olores en espera a ser catalogados y descubiertos, encerrados en su palacio de la memoria canino; para el señor de la basura también Nico es un regalo, a mí me saluda tímidamente pero a ella la acaricia con sus manos, suaviza su voz, se acerca a su oreja para decirle secretos. Para mí es un fastidio y a veces una preocupación, por las bacterias, y porque suele hacerlo a la mitad del paseo, y para entonces Nico y yo estamos demasiado cansados. Especialmente yo.
Entonces un día desapareció y no lo vimos hasta meses después. Extrañado (siempre quise iniciar una oración como artículo del Reader’s Digest), le pregunté a dónde se había ido y él me dijo que había tenido un paro cardiaco. Desde entonces no sólo me siento incómodo cuando la toca por las bacterias, y el polvo, y la mugre, sino pienso que en cualquier momento puede ser la despedida entre mi perro y su amigo accidental, su cuate: el botín de hedores.